jueves, 30 de junio de 2011

NEGRITA PURA VIDA CAPILUTO 2 - EN FAMILIA

- CAPITULO II -

- EN FAMILIA -

Primeras horas de la mañana. El hedor se impregnaba en la piel. Esa noche no pudo descansar. Andaba cabizbajo al salir del parador y al abandonar la marquesina alzó la mirada sonriendo al comprobar la pincelada azul cubriendo los espacios entre las montañas del Pirineo Aragonés. Fue un espejismo. En pocos segundos unos densos nubarrones negros amenazantes de lluvia cubrieron el mismo espacio. Confirmando un día desapacible y triste. Subieron al todo terreno y nada mas iniciar la marcha comenzó a lloviznar.
La Naturaleza, esa que en tantas ocasiones acompañó a la pareja por sus incomparables parajes, había decidido sumarse a una jornada tan peculiar para la familia. Conducía Carlos. A su vera Anita. Papá y mamá iban en los asientos traseros. Él centrado y entre sus manos la urna con sus cenizas. El desplazamiento de veinticinco minutos se realizó en el más profundo silencio. Rostros tristes, llorosos, con la mirada perdida. Carlos era el único que mantenía su atención en la carretera, estrecha, de tierra y con innumerables curvas a derecha e izquierda.
Cuando el camino parecía no tener fin llegaron a una gran explanada donde detuvieron el vehículo. Descendieron y tras poner los pertinentes seguros comenzaron a caminar. En fila india pues el espacio no permitía lujos. Anita en primer lugar, detrás su esposo y siguiendo la estela del joven matrimonio, Gonzalo con su esposa entre sus manos. Fueron cerca de tres horas las que anduvieron en continua ascensión hasta que lograron alcanzar la cima del cilindro del Marboré. La cumbre, que en vida, más impresionó a Ana. Gonzalo nunca llegó a comprender muy bien porque precisamente esa montaña cautivaba tanto a su esposa.
En sus aledaños se alzaban otras más espectaculares, quizás con mas colorido. Intuía que seguramente, cuando la conquistaron por primera vez, su estado, embarazada de seis meses, le sensibilizó más que en la conquista de sus hermanas. En varias ocasiones, sentados para recuperarse tras alcanzar su corona, comentó a su esposo que si ella se iba primero él debía encargarse de lanzar sus cenizas desde esa montaña. Permaneciendo observando como el viento las depositaba sobre sus laderas. Así su espíritu descansaría en paz para la eternidad. Allí donde la naturaleza había conseguido entrar en su corazón.
Los tres, ante la belleza del paisaje postrado a sus pies, iniciaron un sencillo acto. La tristeza de sus rostros fue remplazada por una leve sonrisa. La angustia había desaparecido. Ni una sola lágrima se deslizó por sus rostros en todo el tiempo de reflexión y oración. Concluido, el sencillo acto religioso, abrió la urna de cerámica para volcarla, mientras las cenizas, acariciadas por la fresca brisa de esa mañana, se dejaron conducir hasta depositarse sobre la ladera de la montaña. Ultima voluntad de Ana.
Cumplir con ella, les llenó de satisfacción. Fue increíble, cruzaron sus miradas en más de una ocasión percibiendo esa sonrisa, esa felicidad y esa ausencia de dolor en aquel acto sencillo, intimo, familiar.
El homenaje a su esposa lo firmó con una frase.
- Mi dueña. Tu último deseo se ha cumplido. Más tarde o más temprano me reuniré contigo y durante toda una eternidad nada ni nadie nos separará.
Pronunciada la frase unas lágrimas resbalaban por su rostro. Besó a su pequeña. Se fundió en un fuerte abrazo con Carlos y emprendieron el regreso al Parador.
Subieron a sus habitaciones, para ducharse, cambiar sus ropas y terminar en el comedor del Parador para cenar, dialogar y acordar la mejor solución a la nueva situación. Gonzalo fue el primero en personarse en el comedor. Pidió un vino blanco acompañado por una ración de gambas rojas y aguardó la llegada de sus hijos. Se puso un elegante traje azul marino confeccionado por su amigo Pietro, el italiano. Una camisa de seda blanca y una corbata negra complementaba su vestimenta. No se hicieron esperar, a los cinco minutos de iniciar el aperitivo bajaba la pareja.
Gonzalo se quedó perplejo al ver a su niña como se parecía a su madre. Un traje negro, algo escotado, mostrando parte de sus encantos y un chal en tonos oscuros con algunos detalles en rojo y blanco, de una elegancia insultante, resaltaban su belleza. Carlos de sport. Saludaron a papá y se sentaron a la mesa.
Fue una cena relajada, encantadora. Una velada que reconfortó a la familia tras esas dos últimas jornadas. En el transcurso de la misma Gonzalo expuso sus intenciones de dejarlo todo. Le quedaban escasamente diez meses para la jubilación. Pero había decidido terminar su vida laboral.
Le pidió un favor más a su yerno. Conducir el trámite legal con el banco, para la jubilación anticipada.
- Papá. ¿Te vendrás a casa? ¿Verdad? Nos harías muy felices si decidieses compartir tu vida con nosotros.
El comentario de su pequeña le hizo sonreír. Su hija era un cielo. Pero le mostró sus intenciones. Era consciente que lo decía de corazón así como pondría la mano en el fuego que la idea partía de Carlos. Siempre comentaba con Ana, su mujer, que su niña había tenido mucha suerte con aquel hombre.
Estaba muy enamorado de Anita y su forma de pensar era la de un hombre bueno. Era adoración la que tenía por las personas solas. Especialmente si eran de la tercera edad. Cuantas veces había defendido intereses de ancianos sin recursos, aceptando su defensa desinteresadamente. Incluso, tras pedir permiso a su hija, mantuvo conviviendo con ellos, durante más de dos años en casa a un tío lejano sin recursos y con una enfermedad Terminal que le llevó a la muerte. Lo único que le reprochaba, siempre en tono cariñoso, era su rechazo hacia “los buitres” del banco, como solía llamarlos.
Cuando él expresaba su pertenencia a esos “Buitres” siempre salía defendiéndole.
- Por favor don Gonzalo (en ocasiones Papá) usted no tiene nada que ver con esas “alimañas” Los muy cabritos han sabido introducirlo en su rodillo. Con todo lo inteligente que es se ha dejado embaucar. Pero me consuela una cosa. Al menos hay alguien con humanidad en esa entidad. Como dice nuestro refranero. Usted es la excepción dentro de ese mundo.
Le constaba que las únicas broncas, que recibió en su larga trayectoria en la entidad, fueron por acudir en ayuda de personas humildes con pocos recursos.
Pero siempre consiguió darle en las narices a esos trepas. Especialmente al principio de su carrera bancaria, teniendo que tragarse sus recriminaciones. En los últimos diez años nadie se arriesgó a contradecirle. Algunas de esas personas humildes en su inicio en el banco eran en la actualidad los mejores clientes y los que no consiguieron triunfar en la vida jamás le dejaron colgado. Don Gonzalo. No solamente era querido por sus empleados, para algunos era su ejemplo.
Cuando Carlos, con colegas, comentaba algo sobre su suegro se le hinchaba el pecho y solía comentar. “Para saber la verdadera dimensión y valor de mi suegro, preguntarle a cualquier, y digo cualquier empleado del banco. Ellos os dirán que tipo de persona es. Consigue que todo trabajador bajo su mando se desviva por cumplir con su cometido. Jamás, y he hablado con mas de cien personas, pues estoy escribiendo un libro sobre él, ha recriminado a nadie en público. Cuando fallaban en algo, con una familiaridad propia de un padre a un hijo, entraba en el despacho y si el empleado no lo tenía, en una habitación donde no hubiera nadie. Conversaba con él tratando de buscar la mejor solución para resolver la situación.
Jamás los llamaba a su despacho para lanzarles la bronca. Las felicitaciones siempre las hacia al empleado con el mayor público posible. Hay mil anécdotas sobre don Gonzalo pero ya las leeréis en el libro”. En aquella velada manifestó sus intenciones. A la mañana siguiente se perdería por Galicia. A Cangas, con su amigo Alfredo el pescador. Consciente de ser descubierto tarde o temprano por los del banco si proseguía en el Parador. Necesitaba evadirse, buscar algo de soledad e intimidad. Y pescar con su amigo langostas, algo que le fascinaba, mientras se resolvía su jubilación. Era, sin la menor duda, el lugar y la ocupación ideal para su situación actual.
Luego viajaría un poco por el mundo para instalarse o bien en Galicia o en la Comunidad Valenciana. Su tierra natal. Pero esto último no lo tenía decidido. A Carlos le dio plenos poderes para resolver sus asuntos.
Al observar el gesto de su pequeña se apresuró a comentar.
- Estaremos en contacto y nos veremos los fines de semana, bien en Madrid, bien en Cangas, o en Valencia.
Ana trató de convencerle para que fuera a vivir con ellos pero Gonzalo era de los convencidos de la riqueza del refranero español “Cada poyuelo en su nido”.
Para evitar más comentarios sobre el asunto le prometió que tras el viaje volverían a reunirse para decidir cual sería su destino final y fijar su residencia definitivamente.
Consiguieron convencer a papá para quedarse el coche. Ellos pedirían un taxi para ir al aeropuerto más cercano y de ahí en avión hasta Madrid. En un principio no quiso aceptarlo pero la combinación hasta Cangas no era nada buena y a él no le agradaba en demasía el transporte público. Un tira y afloja entre las dos partes se resolvió con un acuerdo. Viajarían juntos hasta Pamplona.
Ellos se quedarían en el aeropuerto y papá no tendría problemas para proseguir en coche su viaje hasta Cangas.
La conversación se prolongó por espacio de unas horas, en uno de los salones del Parador, mientras degustaban unos cafés o infusiones. Estaban mas relajados tras esa jornada, especialmente Gonzalo quien planificaba, como tenía por costumbre, al menos las dos siguientes semanas. Era una persona que no le gustaba en absoluto las improvisaciones.
El cansancio fue haciendo mella especialmente en Anita. Estaba agotada.
Fue su padre quien se dio cuenta, se levantó y aconsejó ir a las habitaciones a descansar y recuperarse. Nadie rebatió la propuesta. Andaban muy cansados. Se despidieron y con las buenas noches abandonaron el salón para recogerse en sus habitaciones. Gonzalo se puso el pijama, quitó la colcha y cuando se disponía a retirar la sábana de la cama se dio cuenta que no tenía sueño. Si se metía comenzaría a dar vueltas y más vueltas. Se sentó en el sillón de la habitación conectó el hilo musical y tomando uno de los libros que su hija puso en su equipaje, inició su lectura.
El director se personó, conocedor de la partida de la familia. Se levantó más temprano de lo acostumbrado. Saludó efusivamente a su cliente y le deseó lo mejor, asegurándole que allí siempre tendría las puertas abiertas en cualquier momento. Abonó la cuenta. Carlos pretendió adelantarse pero Gonzalo siempre se las ingeniaba dé tal forma que cuando Carlos trataba de reaccionar ya era tarde. Intercambió unas palabras con su suegro pero sabía que cualquier intento de pagar iba a ser inútil.
- Eso sí. Carlos. Si no te importa prefiero que conduzcas hasta Pamplona.
No hubo objeción. Aunque trató de colocarse en los asientos traseros su pequeña se le adelantó cediéndole el lugar del copiloto. Mostró su disconformidad, no quería separar a la pareja, pero su niña no consintió de ningún modo. Conforme se alejaban de aquellos parajes, contemplando las cimas de los Pirineos Centrales los recuerdos acudieron a su mente. Su rostro cambiaba de expresión a medida que las diferentes escenas del pasado se visionaban en su mente. Anita le observaba y las comisuras de sus labios se ampliaban mostrando esa sonrisa que tanto apasionaba a su padre cuando mamá la mostraba.
No se rompió el sonido del motor del todo terreno, por el humano, pero ella sabía perfectamente que su padre recordaba a mamá. Por fin tras varios minutos contemplándolo posó su mano sobre el hombro de su papito, se giró y sus miradas se cruzaron mientras se sonreían llenos de afecto y cariño. Mientras las lágrimas, aquellas que no aparecieron prácticamente el día anterior se deslizaban con ritmo y continuidad por sus mejillas. Ella sacó el pañuelo, enjugó las de papá en primer lugar, luego las suyas y aproximó sus labios a la mejilla de su progenitor.
Anita se dio cuenta que su papito se había dormido.
Tomó uno de los cojines de los asientos traseros y acomodó su cabeza entre el asiento y el cristal. Luego, no sin esfuerzo, consiguió reclinar el asiento hacia atrás dejando a papá en una posición mucho más cómoda. Él se movió un poco ante la manipulación de su niña pero no se despertó. No había dormido nada esa noche y estaba destrozado. Anita finalizó las maniobras de acoplar bien a su papi con un beso en la frente mientras su mano derecha se deslizaba con toda su dulzura por la mejilla. Miró a Carlos que apartó por unos instantes la vista de la carretera para sonreír a su esposa.
Se despertó justo en el aparcamiento del aeropuerto. No podía dar crédito, no se enteró del viaje. Bajó con sus hijos alegando que era la mejor forma de espabilarse para coger luego el coche. De paso se despedía de ellos. No tuvieron dificultad para encontrar billete. El avión salía dentro de noventa minutos. Pidieron a Gonzalo que se fuera pues le quedaba una buena tirada de coche hasta Cangas. Pero aún permaneció con ellos durante treinta minutos tomando un tente en pie en la cafetería del aeropuerto.
Llegó a Victoria sobre las trece treinta. Lo cierto que apetito lo que se dice apetito no tenía pero allí conocía un restaurante donde servían unos platos increíbles. Buscó el local hostelero, entró, pidió mesa y almorzó.
La siguiente parada la realizó a la salida de León, para repostar tomar un refresco, estirar las piernas y visitar a roca. A las nueve de la noche entraba en Orense. De ahí a Cangas no había más de dos horas. Dudó entre cenar en la capital gallega o proseguir su viaje y hacerlo con su amigo Alfredo. En aquel pequeño bar de pescadores donde se comía un marisco supremo. Tomó el móvil y le telefoneó. No consintió que cenara en Orense.
- Gonzalo si cenas ahí dejó de ser tu amigo.
- ¿Sabes...?
No le dejó proseguir, sabía perfectamente lo que había sucedido. Había estado en Madrid en el funeral y habló con Anita.
- No digas nada, amigo. Ya te daré un abrazo dentro de un par de horas. Vente cuanto antes pero conduce con prudencia. Aquí Marta ya tiene preparada tu habitación.
Marta era una gallega rechoncha. Increíblemente alegre que estaba al servicio de los señores desde hacia más de cuarenta años.
Cuando Berta, la esposa de Alfredo, falleció continúo sirviendo al señor. Era considerada como un miembro más de la familia. Adoraba al pequeño Alberto único hijo del matrimonio y ahora todo un señor director del banco. Era el coordinador de la entidad en la comunidad Gallega. Vivía en La Coruña y hacia constantes viajes a Madrid, aunque cuando el tiempo se lo permitía se dejaba caer por su pueblo natal Cangas. Fue Gonzalo quien lo introdujo en la entidad financiera y le apoyó siempre desde Madrid, conocedor de sus dotes e inteligencia y anteponiéndole ante otros candidatos de menor valía pero con grandes padrinos.
Cuando Gonzalo elegía a alguien para un puesto de responsabilidad el consejo de la entidad jamás lo rechazaba. Sabían perfectamente que ningún otro candidato ni siquiera lo igualaría. Situaciones como esa le creó enemigos en altas esferas de la entidad, pero nunca pudieron hacer nada contra él o contra las personas que proponía. Desde las más altas esferas del banco seguían sus pasos y era uno de los candidatos mejor colocados para conseguir una de las vacantes de la dirección general. Alberto era uno más de los múltiples admiradores de don Gonzalo, le consideraba el hombre a seguir.
En sus ya veinticinco años en la empresa no había conocido a nadie que pudiera hacerle sombra. En las reuniones de Madrid solía emplear una frase de la Biblia para mostrar su adoración por él. “Nadie, absolutamente nadie es digno de desabrocharle las sandalias a don Gonzalo”. Un poco reformada por supuesto pero nunca pudieron refutar esa afirmación.
Había viajado con su padre a Madrid para asistir a los funerales de Ana. Sorprendiéndose al no verlo. Fue más discreto que su progenitor y luego se enteró por él de lo sucedido. Anita se lo contó. La hija de su padrino fue su primer amor.
Como había adorado y seguía adorando en silencio a esa criatura. Pero desde que se casó con Carlos ni se atrevía a mirarle cara a cara. Seguía amándola desde lo más profundo de su corazón pero esos sentimientos se los guardaba para él. Solo había una persona que conocía sus inquietudes. Marta, su tata, su mamá cuando perdió a la suya, su confidente, su tutora, la guardiana de sus secretos y su confesora.
Tras colgar el teléfono Alfredo comentó a Marta la pronta presencia de Gonzalo en casa. No hizo falta nada más.
De inmediato se dispuso a preparar la habitación de invitados para que todo estuviese en orden cuando aquel ángel se presentara en el caserío.
Entraba por el umbral cuando el reloj daba la media. Las veintidós. Fue Marta quien se abrazó al señor con lágrimas en sus robustas y sonrojadas mejillas y sin parar de hablar. Gonzalo sentía esa mole de carnes, pechos, michelines, barriga oprimiendo su cuerpo. Y sin pensarlo mucho comentó
- Dios me la quiso arrebatar, pero me ha concedido unos amigos que me ayudan a soportar esta enorme carga.
Marta soltó dos o tres burradas y le aseguró que tenía la ducha preparada. Cuando se quitara esas ropas debía entregárselas para lavarlas de inmediato. Su amigo esperaba a que Marta lo soltara. Cuando ocurrió se fundieron en un abrazo. No se pronunció palabra alguna, Marta se había encargado de agotar todas las del vocabulario. Si hicieron presencia unas lágrimas en los cansados y castigados cuerpos de los dos amigos. Alfredo le pidió que aligerase. Había llamado al bar y los esperaban fuese la hora que fuese. Su amigo no se entretuvo, se metió en la ducha y todo lo tenía preparado hasta el último detalle. El gel que solía utilizar, su champú, la crema de afeitar, las desechables de la marca que utilizaba en sus viajes, el masaje, el agua de colonia, el desodorante. “Esta Marta es increíble” pensaba mientras salía de la ducha. Quedando perplejo al comprobar como su ropa no estaba en el cuarto de aseo y una muda limpia y planchada le esperaba colgada de la percha junto a un conjunto de sport. Lo conocía muy bien. Siempre que iba a Cangas, colgaba los trajes, y las prendas cortas o deportivas eran la vestimenta habitual por aquellas latitudes.
Subieron al coche de Alfredo. Él conduciendo, Gonzalo a su lado y Marta en los asientos traseros.
Fue una cena extraordinaria como las que siempre realizaban en aquel bar junto al puerto donde Alfredo acudía con frecuencia. No solo a reponer energías, parte de la pesca capturada con su barca la llevaba a ese bar. Durante el transcurso de la velada Gonzalo le pidió quedarse en Cangas hasta que resolviera su jubilación. Alfredo saltó en compañía de Marta. “Si deseas instalarte a vivir, el resto de tu vida, estaremos encantados”.
Llegaron al caserío con el marisco saliéndoles por las orejas. Se habían pasado un poco. No tardaron en retirarse a sus habitaciones estaban cansados de comer, de trasnochar pero sobre todo de hablar. Gonzalo no se explicaba como aquella robusta mujer era capaz de comer como lo hizo sin dejar ni un momento descansar a sus cuerdas vocales. Era un torbellino. Un autentico volcán. Ni Cervantes en su dilatada carrera de escritor pudo escribir tantas palabras como aquella mujer logró lanzar por su boca esa noche.
Se levantaron temprano, a pesar de haberse acostado tarde la noche anterior.
El sol comenzaba a despuntar por Vigo cuando ponían la pequeña barca en funcionamiento. Le había dado tiempo en esas dos horas que transcurrieron desde que le llamó su amigo, para preparar todos los aparejos de pesca para salir con él esa mañana. La andana o palangre de nasas (conjunto de nasas (cestas de mimbre u otro material para capturar langostas) unidas por cabos), las tenía preparadas en la embarcación. Sabía que una de sus aficiones era la pesca de la langosta europea o como su amigo meticuloso con la ciencia le decía “la Palinurus elephas.
Hacía mas de treinta años que en fines de semana e incluso en jornadas de trabajo por Galicia, muy tempranito, o al atardecer, especialmente en los veranos los dos amigos salían con la barca para disfrutar de unas horas en el mar. La langosta pescada por uno mismo parecía tener un sabor diferente. Gonzalo había adquirido unos conocimientos amplios sobre la pesca de estos crustáceos y en concreto sobre las técnicas y los momentos de pesca de este animal marino. En ocasiones le daba consejo a su amigo un pescador de toda la vida. Cuando en momentos de descanso se conectaba a Internet buscaba información sobre ello.
Y luego la contrastaba con su amigo o con los amigos de él en el bar. Llegando a ser un gran experto tanto en el ámbito teórico como práctico sobre dichos crustáceos.
La jornada no se les dio mal consiguieron cinco ejemplares grandes, seis de tamaño aceptable y quince las devolvieron al océano para pescarlas mas adelante. Cuando adquirieran un tamaño para poder llenar el estómago. Marta se encargó de prepararlas como a Gonzalo le gustaba, para disfrutar de una jornada gastronómica en casa.

martes, 28 de junio de 2011

PRÓLOGO (Negrita pura vida)

                                                                  PRÓLOGO (negrita pura vida)

NEGRITA...

¡PURA VIDA!





- PRÓLOGO –


Programas de denuncia tanto en radio como en televisión. Documentales. Películas. Libros. Artículos en periódicos, en semanarios, o en revistas. Horas y horas hablando, visionando o escuchando sobre el holocausto judío.
Particularmente desde que nací he leído, visto y escuchado sobre aquella aberración. Y son ya más de cinco décadas. Para ser exactos medio siglo y dos años. Últimamente y hablo de los últimos diez años, sin dejar a los judíos, hemos sido bombardeados constantemente con las limpiezas étnicas en guerras suicidas y puntuales en el tiempo. Donde el hombre se ha comportado como la criatura más irracional del planeta. Y como soy de los convencidos de la existencia de vida en otras galaxias, me atrevería a decir del universo. Olvidando, tal vez por lo cotidiano, por norma, por costumbre, por antigüedad, e incluso me arriesgaría a sentenciar, por seguir con una estructura mental similar al movimiento nazi. Del mayor holocausto en la historia de la Humanidad hacia una raza, que ha sufrido durante siglos y hoy en día continúa con su humillación, su persecución, su esclavitud... No te equivocas. Acertaste. "El negro".
Este relato es un homenaje a todos esos seres humanos. Con todo mi cariño, mi suplica de perdón, y mi reconocimiento hacia ellos.
Pero antes os contaré una anécdota, traducida en una frase, que me impactó profundamente. Y fue precisamente, esa situación, ese momento y ese hecho. La fuente de inspiración necesaria para escribir estas hojas.
Antes de desvelaros la frase en cuestión, es conveniente entrar en el momento y en la situación, que rodearon su lanzamiento al viento. A ese viento cálido, embrujado, acogedor, cautivador y mágico del Caribe. Más concretamente en las noches de Puerto Viejo y sus aledaños.
Buscábamos, como pardillos europeos, cenar algo. A las veintidós horas. Pobres ilusos. Cenar. A las diez de la noche en la estación de lluvias en el Caribe, al sur de Costa Rica. Bajamos del todo terreno, concretamente en la localidad de Puerto Manzanillo, a escasos kilómetros de Puerto Viejo. Una rudimentaria construcción de dos plantas sobre una playa blanca acariciada por el Caribe. En la primera, una barra americana arropada por unas cuantas mesas sobre la misma playa. En la segunda, el restaurante. Cinco personas en las inmediaciones del bar. Todas de raza negra y una de ellas empleado del establecimiento. Al preguntar si se podía cenar una suave sonrisa se dibujó en aquellos rostros. Un gesto cariñoso. Fuera de cualquier mofa. Es mas percibí en aquel gesto la sensación de culpabilidad al no poder complacernos. Uno de ellos, de mediana edad, figura cansada y castigada, por la interminable jornada de trabajo en el mar, aseguró que a esas horas no nos atenderían. Pero casi de inmediato. Sin dar tiempo a formular otra pregunta añadió como justificando su respuesta.
"PERO SUBAN Y PREGUNTEN. NO VAYAN A CREER QUE EL NEGRO NO QUIERE TRABAJAR".

NEGRITA PURA VIDA CAPITULO 1 LA OSCURIDAD

- CAPÍTULO I -

- LA OSCURIDAD -

La sonrisa se dibujó en su rostro, mientras la llave giraba en la puerta de la vivienda y su sentido del oído percibía las notas que envolvían de sensualidad, dulzura y armonía el chalet. Fue directamente al despacho recostándose en su sillón, frente a la mesa, para encarar su mirada y su corazón, hacia la puerta del servicio, abierta de par en par, con acceso a dos habitaciones de la casa. El dormitorio de matrimonio y el despacho.
La melodía de Fernando Delgadillo,”LA BAÑERA”, se escuchaba con claridad. Repitiendo la letra mentalmente contemplaba a su esposa, con la esponja rebosante de espuma, acariciando su cuerpo. Una ola de sensación, le recorrió desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla al descubierto de su incipiente calvicie, mientras un torrente de felicidad le puso la piel de gallina, erizándole todo el vello de su cuerpo y alguna cosilla más. Llegó a llenarlo hasta tal punto que toda esa carga emocional obligó al líquido salado a salir por los lagrimales de sus grandes ojos azules.
Las primeras gotas, cargadas de una dicha sin freno, se deslizaban por su castigado rostro. Emocionado, enamorado y aumentando su pasión con cada nota de su melodía preferida. El último acorde no había finalizado cuando se levantó. Fue directo a la bañera, retiró la mampara, para entrar completamente vestido. Ni siquiera se llegó a descalzar.
Cerró de nuevo la lámina de cristal y se fundió con el cuerpo de su mujer, para sumergirse en un océano de sensaciones. Ella inició, con la dulzura acostumbrada, el ritual de ir desflorando, pétalo a pétalo la ropa que cubría su cuerpo. Mientras la mirada la clavaba en la de él y su asfixiante sonrisa le confesaba sin una sola palabra todo el amor que le profesaba.
……………

Lo consiguió. Ahora nada se interponía en su camino de ascenso al anhelado puesto de Vicepresidente de la entidad. Cincuenta años de sacrificios, de explotación, de zancadillas, de incomprensiones, de muros, de engaños, de falsas promesas, de dedicación exclusiva. Jornadas de quince a dieciocho horas, en sus primeros años.
Ahora, en la cresta de la ola, y a pesar de los logros obtenidos por los sindicatos, no distaba mucho su jornada laboral de sus comienzos. ¿Vacaciones? No conocía la palabra. Para ser mas preciso no dispuso más de dos días seguidos de relax, en sus primeros cuarenta años de dedicación al Banco. Pero hay algo más. Su mente estaba sometida a la esclavitud de su trabajo en esas horas de descanso.
Regresaba de Houston tras una última semana de duras negociaciones.
El resultado no lo esperaba ni el más optimista de la empresa. Es más. Él seguía incrédulo al éxito obtenido. Fueron quince días agotadores, donde la tensión no le dejó descansar por las noches.
Primero lo achacó al cambio horario, pero conforme pasaban los días el cansancio se iba acumulando. Ahora regresaba en su vuelo de Iberia, destrozado pero con la satisfacción del trabajo bien hecho. Con la certeza de alcanzar la cima. Mas arriba, al menos en la empresa, era imposible.
Pensaba en Ana, su compañera, su mujer, su primera y única relación. Se conocían desde los catorce.
Diez años de interminable noviazgo, en la época de la posguerra española. La dirección de una sucursal y el préstamo para su pisito en la capital de provincias, con su correspondiente y sangriento interés, les permitió casarse después de esa década de casta relación.
Consecuencia de la educación recibida. Su primera noche, juntos en la intimidad, fue increíble, sublime, inolvidable.
A pesar de sus torpezas, de sus desconocimientos, de su ignorancia en un terreno solo investigado por preguntas a los amigos, o lecturas, con el consiguiente cargo de conciencia por leer “esas cochinadas” como solía decir su guía espiritual Don Pedro. Cómo se escandalizaría si le contara sus noches de pasión con su mujer.
En su mente, su vida viajaba a la velocidad de la luz. Al tocar tierra solo anhelaba pasar la aduana y fundirse con Ana. Todo absolutamente todo lo hacía pensando en ella. Era su oxigeno, su alimento, su sangre, sus ganas de vivir. Dentro de unos minutos la tendría formando un solo ser. Sintiendo el calor de su cuerpo, la fragancia de sus cabellos, la suavidad de su piel, la ternura de sus pechos, algo caídos últimamente, oprimiendo el suyo, pero despertando su pasión tanto o más si cabe como aquella primera noche.
Pasó el control aduanero, recogió su maleta y las puertas corredizas le iban a permitir recrearse con la razón de su existencia. Pero ante su asombro y estupefacción se encontró cara a cara con el rostro desencajado y lloroso de su pequeña Anita. A su lado abrazándola y dándole consuelo su yerno Carlos. Un sudor frío inundó el último rincón de su alma. Todas las expectativas que le acompañaban desaparecieron y un dolor solo sufrible se adueñó de su cuerpo y espíritu por igual.
Recibió el abrazo y consuelo de su niña. Su única hija fruto de su matrimonio.
Anita, rondaba los treinta y pico, era la misma imagen de su madre. Alta, delgadita, demasiado para el gusto de su padre, pero con esos ojos verdes increíbles y esa sonrisa que lo ahogaba de felicidad.
No hubo ni una sola palabra. Lo sabía. Comenzó a llorar como un chiquillo sin posibilidad de detener el llanto. Ni ganas de hacerlo. “Ana, mi dueña, mi reina, me has dejado”.
Mientras él subía al avión en Houston un infarto robó ese soplo de vida a su mujer. Nada se pudo hacer.
Abrazado a su pequeña abrió sus grandes ojos azules, ahogados por las lágrimas, cuando pudo distinguir a la plana mayor del Banco.
Un sofoco indescriptible se adueño de su ser y las palabras surgieron sin necesidad de componerlas.
- ¡No! Dios mío. ¡No por favor! ¡No quiero ver a nadie!
De nuevo unos profundos pucheros interrumpieron su respiración pero pudo articular su voz
- Adiós mi amor. Encárgate de todo mi niña yo no puedo. No puedo.
Mientras un llanto aterrador acompañaba su huida. Como un poseído, dejó su maletín, su ordenador personal y su equipaje. Para alcanzar la puerta sin hacer caso de las llamadas reiteradas de su pequeña, de su yerno, del presidente y directivos del banco. En el primer taxis libre se subió rogándole abandonar aquel lugar lo antes posible. No le importaba donde.
- Póngalo en marcha. Quiero huir de aquí. Elija usted el destino.
Recostado en los asientos traseros, prosiguió su llanto. Pero ahora lo interiorizaba. Solo las lágrimas se deslizaban por sus arrugadas mejillas para ser recogidas por el pañuelo blanco con sus iniciales bordadas a mano por su mujer. Otras con más virulencia, en su huida de los lagrimales, morían en su traje de etiqueta italiano.
Confeccionado a mano y a medida por un sastre de Cagliari, de su misma quinta.
Amigo personal desde su juventud, cuando trabajaba, barriendo las playas levantinas, para conseguir algún dinero extra durante los fines de semana, principalmente en verano.
Pietro había ido a pasar sus vacaciones y para costearse el viaje y la estancia, trabajaba de camarero en un chiringuito de playa. Allí se conocieron e hicieron amigos.
Circulaba por la autopista del Aeropuerto en dirección a Madrid. Cuando al ver la desviación de la autopista, A II, rompió el silencio.
- ¿Puede llevarme al parador nacional de Bielsa, en Huesca?
El taxista se quedó helado. De lléveme a donde quiera a terminar en el norte de la nación. Se quedó pensativo unos segundos para responder a continuación.
- Permítame realizar una llamada telefónica y se lo confirmo de inmediato.
No le pasó desapercibida, la capacidad económica de su cliente. Sin duda ese día ingresaría unos euros extras en su mal trecha economía del mes. Cogió el móvil y tras conversar con la familia comentó.
- Señor por mi parte el único inconveniente es mi falta de solvencia en estos momentos para el carburante del vehículo.
- Olvide el problema. Está resuelto. Cuando tenga que repostar lo abonaré personalmente. Es más, estoy dispuesto a darle doscientos euros adicionales a la tarifa correspondiente. Me haría un gran favor si me condujera hasta allí ahora mismo.
No se lo tuvo que pensar mucho al principio pero desde luego, tras la oferta lanzada, ni lo dudó. Si todo marchaba bien esa misma noche podría estar de regreso con los suyos.
Trató de conversar con el cliente pero al notar su reticencia al dialogo optó por pedir permiso y conectar la radio.
En las inmediaciones de Zaragoza se detuvieron a repostar, aprovechando la parada para llenar sus estómagos. Mejor dicho. El chofer. Pues Gonzalo solo se tomó un té frío con un analgésico. Odiaba el té y sin embargo se lo tomó sin hacer la mínima mueca de rechazo. Incluso dio la sensación de disfrutarlo mientras lo ingería. Al reanudar el viaje, recostado en los asientos posteriores, recapacitó sobre su petición en el restaurante.
Una sonrisa mezclada de una nueva ducha salada se apoderó de su rostro. Recordaba cuando viajaba con Ana y se detenían a tomar algo. Ella siempre se pedía un té. De nuevo el pañuelo. De nuevo sus iniciales bordadas por aquellas manos que habían acariciado su cuerpo. Aquellas manos que tanta pasión despertaba en su castigado pero aun bien conservado tipo. Había sido un atleta y a pesar de la edad su cuerpo no había perdido demasiado. Por contra su rostro si delataba los sesenta y cuatro años que tenía.
Recordó el último consejo del Banco dónde le propusieron para Vicepresidente.
Donde acordaron y aceptó encantado no jubilarse y proseguir en su puesto hasta que el cuerpo aguantara. Pero ahora aquello era agua mojada. No volvería a pisar el banco. Su hija y su yerno se encargarían de todo. Adoraba a la pareja a pesar de esa espinita clavada en su corazón, en su sueño por ser abuelo. No les había proporcionado descendencia. Ana. Anita, era un encanto de hija. Cuanta razón tenía cuando en multitud de ocasiones le comentaba que dejara el banco y se dedicara, a disfrutar la vida con mamá.
Y ahora, de nuevo la tristeza inundó su alma. Los lagrimales volvieron a empañar su dulce mirar, apagando su tonalidad azul. Un nuevo sofoco congestionaba su nariz. De Carlos su yerno, solo podía expresar virtudes. De haber tenido un varón sin la menor duda le hubiera gustado que fuera como él. Discreto, un fuera de serie en ese mundo no menos duro de la abogacía. Atento hasta límites increíbles con su mujer, pero también con ellos. Había llevado algunos casos del banco, pero nunca le había hecho mucha gracia y así se lo expresaba.
Pero era pedírselo su padre político y era incapaz de negarle nada. Siempre salió airoso en esos casos y eso que eran verdaderos “muertos”. La entidad le llegó a pedir hacerse cargo del bloque más importante. Pero lo rechazó siempre. No le gustaba trabajar con esa gente. Siempre y en el ámbito familiar comentaba con su suegro que se estaban aprovechando de él. Estaba convencido que el puesto de Vicepresidente se lo había ganado su suegro, hacía mas de veinte años y aun lo tenían así.
Don Gonzalo era la tabla de salvación de la entidad financiera. Cuando un problema les estaba ahogando se lo daban a él para solucionarlo y luego las medallas se las colgaban otros.
“Don Gonzalo con lo inteligente que es como se puede dejar manipular por esos buitres”. Esa frase se la había oído decir en varias ocasiones a Carlos, y siempre, como no, corroborada por su pequeña.
Ana, su mujer jamás le hizo un solo comentario sobre el trabajo. Las decisiones que tomaba él en ese campo las aceptaba y punto final. “Lo acepto y punto”. Otra de las frases gravadas en su cerebro. Cuantas veces escuchada cuando madre e hija dialogaban sobre el tema. “Cuanta razón tienen”. Meditaba para inmediatamente reflexionar. “Pero en mi vida siempre he sido fiel a mis principios, sin importarme ni los aplausos ni los reconocimientos, ni las broncas. Lo fundamental, cuando se levantaba cada día, era poderlo hacer con la cara bien alta. “Pero ahora sin Ana, nada tiene sentido. Ni siquiera mis principios”. “No volveré al banco”
- Señor. Hemos llegado.
Sus meditaciones y recuerdos le habían llevado a olvidar el tiempo, el espacio, su situación. Pidió disculpas. Abonó lo acordado y aun dejó caer otros doscientos euros extras para el combustible de regreso, la cena y algún detalle para su mujer por raptarlo durante todo ese día.
Fue cruzar el umbral de recepción cuando el empleado del mostrador avisaba a su compañero con el propósito de poner sobre aviso al director de la presencia de don Gonzalo.
Inmediatamente abandonó su puesto y se apresuró a darle la bienvenida. Todo fueron atenciones y desvelos en la dependencia hostelera. Era temporada alta.
No quedaba ni una sola habitación. Pero dispuso de una antes de darse cuenta. En concreto la del director del centro. La arreglaron en un abrir y cerrar de ojos. Mientras los efectos personales del directivo los trasladaron a una pequeña fonda cercana al Parador. Ni llegó a darse cuenta de toda aquella maniobra increíble.
Pues el directivo sabía a ciencia cierta que de sospecharlo no lo habría consentido. Lo conocía a la perfección. Su esposa y él solían pasar algún fin de semana por allí para realizar su ansiada caminata al círculo del Marboré, al mismo Monte Perdido, o darse un paseo por el valle del Añisclo. Algunos de los más comprometidos consejos de dirección de la entidad bancaria, donde don Gonzalo era uno de sus directores generales, se celebraron en largas jornadas de trabajo en el Parador.
Cuando entre lágrimas don Gonzalo notificó al director y empleados cercanos el fallecimiento de su mujer. No se pronunció ni una sola palabra. La sorpresa atenazó a los más antiguos. Especialmente a ellas los ojos se les humedecieron, mientras el director se fundía en un abrazo con él. Don Julián captó de inmediato en que circunstancias se personaba don Gonzalo. A los sesenta minutos disponía de un pequeño equipaje para solventar las primeras urgencias al menos en los tres o cuatro días siguientes.
Pijama, zapatillas, utensilios de aseo, un traje, ropa interior, calcetines, camisas, corbatas, algún que otro pantalón corto y varios polos. La sonrisa se dibujó en su castigado rostro, cuando se personaron los empleados del parador, en la habitación para entregarle todo lo necesario. Dio las gracias y trató de dar algún que otro billete pero con una amabilidad fuera de lo común rechazó la propina. Tenían prohibido por su jefe aceptar nada.
Les agradeció todas las atenciones y de inmediato abandonó el cuarto en busca de don Julián para personalmente darle las gracias. Regresaba a su habitación cuando desde recepción le hablaron.
- Don Gonzalo. Si desea cenar en la habitación, daré la orden oportuna.
Mostró su aturdimiento por tanto desvelo pero no iba a cenar. Un simple café con leche con alguna pasta.
- Poco café, mucha leche fría y un par de galletas, por supuesto.
Gonzalo comprobó que no olvidaban las costumbres de sus clientes. Telefonearía a su pequeña y se metería en la cama para tratar de dormir un poco. Pues con el cambio horario y lo sucedido estaba destrozado. Antes de regresar a su cuarto rogó a don Julián la máxima discreción sobre su presencia en el Parador. Deseaba aislarse de todo el mundo. No le debían pasar ninguna llamada, salvo que fuera de su hija.
El director puso sobre aviso a todo el personal sobre los deseos de don Gonzalo y un nuevo abrazo no exento de alguna lágrima dio por concluido el encuentro.
- ¿Anita?
Un ¡Por Dios! Acompañado de un torrente de lágrimas se escuchó al otro lado del teléfono. Unos minutos de un silencio confortador que despejaban todo temor y suposiciones para inmediatamente lanzarle casi atropellando sus palabras, no exentas de tensión y nerviosismo.
- ¿Estás bien Papá? ¿Estás bien?
Su voz se entrecortaba. La angustia, la desgracia, la tensión, las circunstancias. No eran para menos.
- ¡Tranquila! Anita, ¡Papá esta bien!
Gonzalo pudo escuchar a su yerno tranquilizando a su niña e interesándose por él.
Poco a poco la conversación fue ganando en serenidad, en ternura en comprensión. Hablándose en tono muy bajito, como temiendo ser descubiertos, pero captando perfectamente todo el diálogo.
El dolor lo reservaron para la intimidad. Antes de finalizar la conexión Anita le suplicó.
- Está bien papá me haré cargo de todo. Descuida. Pero por Dios no cometas ninguna locura. Te quiero.
Pronunciar la frase, le costó una eternidad. Dos causas justificaban su temor, y su angustia en lanzarla. En primer lugar, el llanto le impedía coordinar las palabras correctamente, y en segundo término su falta de seguridad, en si debía o no decirla. Había estado y continuaba algo desesperada.
Su madre y ahora su querido papi, no fuera a cometer una tontería.
Gonzalo se asustó al captar tanta ansiedad y no dudó en tranquilizarle.
- Mi niña. No te preocupes sé que he perdido media vida. Pero me queda la otra mitad. Tú. Y no voy a permitir por nada perderla. Te quiero.
Una pausa para separar sus dos inquietudes y se lanzó.
- Sé que mi actitud no es lógica. Es cobarde y lo sé. Pero también estoy convencido de no poder soportarlo. Sabes mi tesoro que precisamente la vida social no es mi fuerte y en estas circunstancias muchísimo menos.
Unos segundos para controlar los pucheros y poder continuar la conversación. La reanudó con un agradecimiento y una suplica.
- Os agradezco vuestra comprensión. Hacedme un favor más. No desveléis mi paradero.
Nueva pausa para enjugarse la humedad de los ojos y poder seguir vocalizando sin romper la conversación.
- Cuando tengáis sus cenizas veniros y haremos nuestro funeral en la montaña como... deseaba… mamá.
Las últimas palabras le costó Dios y ayuda pronunciarlas y de nuevo el diluvio salado.
Comprendieron a Papá. Lo conocían demasiado. Un funeral tradicional, con toda esa gente, lo volvería loco, irrecuperable. A ella le hubiera gustado tenerlo a su lado pero era algo más fuerte para esas circunstancias y se sentía orgullosa de poder ayudar a su papi en un trance como aquel. “Además”, comentó con su esposo, “el verdadero funeral se lo haremos junto a él en el cilindro del Marboré. Allí en las cumbres donde tanto disfrutaba mamá”.
Se abrazó a Carlos y se puso la mascará para afrontar la jornada que le esperaba. Sabía que debía ser fuerte. Ni una lágrima se le escaparía hasta estar en familia. En la montaña. Se creció. Ahora se sentía orgullosa, con fuerzas de poder hacer algo por su querido Papá.
Lloró, tras colgar el teléfono, sentado en el sillón frente al televisor apagado. Cuando se escurrieron sus lagrimales se desnudó. Se puso el pijama y se metió en la cama con la seguridad de no conseguir conciliar el sueño.
Pero al cuarto de hora dormía. Se despertó en más de cinco ocasiones pero siempre logró recuperarlo. No llegó a dormir en exceso. Cuando se levantó estaba mucho más relajado pero especialmente descansado. Desayunó poco pero ingirió alguna que otra caloría.
Dejó a sus espaldas el Parador para caminar por el sendero que solía tomar cuando disponían de tiempo. Anduvo toda la mañana. Se detenía para refrescarse, para llorar, para contemplar el paisaje, pero sobre todo para recordar.
Tenía la sensación de haber desperdiciado tantos momentos, para dedicarlos al banco. Su yerno tenía razón. Había desaprovechado demasiadas horas en esa maquinaria, insensible, diabólica, deshumanizadora que ejercía una atracción inconsciente pero constante. Envolviéndote en su dinámica y ese mismo rodillo te llevaba a olvidar hasta lo mas intimo, lo mas personal, lo único que realmente importaba. La familia. Que estúpido había sido al no haberle dedicado ese tiempo.
Su sentido del deber, tan arraigado en su mente, con excelentes ejemplos en su padre o su madre. La educación recibida y la época que le tocó vivir tras una fratricida guerra le impidieron ver con objetividad la vida que había llevado.
Pero especialmente la vida a la que había arrastrado a sus seres más queridos. Ahora devolverle a Ana esos años perdidos era imposible. Ese sentimiento de culpa, de estupidez, le dolía en el último rincón de su ser.
Que egoísta. Que idiota. Que necio. Que vacía había sido su vida.
Se dejó caer sobre el prado que pisaba y reanudó el llanto. No era de tristeza como hasta el momento, ni de vacío, ni por la pérdida de Ana.
Lo hacía por su ineptitud, por su torpeza, por su escasa inteligencia. “Como he podido llegar a la cumbre con lo estúpido que soy”. Se repetía una y mil veces su mente. Se tumbó y ante sus ojos un firmamento azul se mostraba con todo su esplendor. Limpio, vivo. Una sonrisa acompañada de dos lágrimas, que se deslizaron por ambas partes de su cara para entrar cada una en sus orejas, le recordaron cuando lo hacía abrazado a Ana.
Comentando como La Naturaleza se mostraba en aquellos parajes del Pirineo. Ofreciendo esa tranquilidad, esa brisa, ese placer de percibir el silencio humano.
Un arrebato de ira hacia sí mismo le hizo levantarse. ¡ANA! Gritó con todas sus fuerzas para permanecer a continuación más de diez minutos sollozando, ahogado en dolor, en remordimientos, en solicitud de perdón. Jamás volvería a esa sangrienta maquinaria de hacer dinero.
Pero sobre todo, de exprimírselo a seres sencillos, trabajadores, con sus ilusiones hipotecadas por los malditos intereses.
Al llegar a un riachuelo se puso de rodillas para refrescarse. Llenó sus palmas con esas aguas, frías y cristalinas, para mojarse la cara, la nuca, el poco pelo que le quedaba. Ese placer refrescante le provocó nuevos recuerdos. Cuando jugaba con Ana a salpicarse en fuentes o riachuelos similares.
Escuchaba su risa. Percibía ese aroma inconfundible de la amada. Por su mano comenzó a sentir esa sensación cálida de la suya entrelazándose con la de él. Intentó abrazarla y esa magia desapareció quedándose en la soledad con la Naturaleza. Con su alma encogida, por mil sensaciones contradictorias.
Anduvo todo el día. Ni se acordó de comer y al llegar al Parador había oscurecido. Ante sus asombrados ojos Ana y Carlos se levantaban del sofá de recepción para abrazarse a su padre. De nuevo, Don Julián se quedó sin habitación.
La que había quedado libre esa misma mañana. No podía consentir que la hija de don Gonzalo y su esposo se quedaran fuera. Fundidos en un abrazo dejaron corretear alguna lagrimilla. Cuan confortable era el calor de la familia.
- Todo ha terminado. Y me alegro que no tuvieras que pasar por esta jornada. Te quiero papá.
Pronunciada la frase dejó de abrazar a Carlos para fundirse a solas con su padre. Mientras ella repasaba ese odioso día de saludos, de pésames, de condolencias sinceras o de etiqueta.
De soportar una y otra vez la misma pregunta. ¿Y tu padre? De buena gana los hubiera mandado a la mierda a todos. Él recordaba ese agradable día en la montaña. Con los recuerdos de su esposa. Absorbiendo el placer de respirar un aire oxigenado, puro, fresco y todo ello en un marco incomparable. El valle de Ordesa. Más de tres minutos permanecieron abrazados ante la retirada, discreta, pero cercana mirada de Carlos que los contemplaba emocionado. O esa mirada reveladora, del deseo de compartir el dolor, de los empleados de recepción.
Por fin él se separó para tomar las manos de su Anita y comentar.
- Perdóname mi tesoro por haberte dejado sola. Perdóname pero.....
No le dejó terminar la frase entrecortada y llorosa.
- Por favor papá no me seas bobo. Gracias a Dios que tomaste esa determinación. La jornada de hoy en Madrid habría terminado contigo y de rebote conmigo. Te quiero.
De nuevo un abrazo, con mas virulencia que el anterior aunque más leve, acompañado por sollozos cargados de dolor. Se fue a su habitación para darse una ducha, vestirse con ropa que le trajeron de casa, para bajar al comedor y cenar con sus hijos.