jueves, 8 de diciembre de 2011

EL PRIMER AMOR - PROLOGO Y CAPÍTULO I- EL CUARTO

                  EL      PRIMER      AMOR                 

- PRÓLOGO -


A mi dueña... A mi Dios...
A mi mujer:


Sabes  cuando me di cuenta que te amaba.

Fue esa mañana al despertar a mi lado,

sin maquillar, despeinada y ojerosa.

Me miraste. Sonreíste. Y esa mirada,

y esa sonrisa erizó el vello de mi cuerpo

y me ahogaba en deseos de poseerte. 
Paco
                             PRIMERA     PARTE

                          LOS  PRIMEROS  AÑOS

   - CAPITULO I -

                               - EL CUARTO -

   En la alquería los calderos de agua caliente circulaban de la cocina al dormitorio. El bullicio, las prisas, la tensión, se palpaba en el ambiente. Las mujeres se desplazaban de un lugar a otro desviviéndose por atender a la parturienta. Fuera, en el porche, el silencio se controlaba gracias a los cigarros consumidos, uno tras otro, por los hombres.
   Las noticias filtradas del interior eran preocupantes. No era primeriza. Llegaba el cuarto. Pero las complicaciones se sucedían haciéndose imprescindible tomar una determinación. Pues, si bien, hacía más de treinta minutos que fueron a buscar al doctor, el niño no podía esperar.  
   Por fin el lloro desgarrador del recién nacido calmó en parte los  ánimos. Pero fue un espejismo. La incertidumbre regresó, ante la imposibilidad de controlar la perdida de sangre. Ahora la presencia del doctor, si se quería salvar a la madre, era imprescindible.
   Los críos, ajenos a los acontecimientos, jugaban entorno al pajar con despreocupación y gran alboroto, siendo recriminados por los  mayores. Hasta que un sonoro bofetón se estrelló en la cara del mayor. Rodó por el suelo, técnica adquirida a lo largo de su corta vida para evitar que otra muestra de cariño terminara en la otra mejilla, para terminar con sus huesos en el pajar. El pequeño no estaba muy convencido del los sermones del domingo en misa. “Pon la otra mejilla”. La primitiva medicina fue fulminante. No se les volvió a oír en el resto de la tarde.
   Consumidos unos eternos quince minutos llegó el médico, en el carro del "Pimentón", quien se apresuró a buscarlo.  Entró en la alcoba de la parturienta y tras dos interminables horas, manteniendo en vilo a los presentes, abandonó la casa tranquilizando a los huertanos.
   - He conseguido controlar la situación. Que guarde unos días de  absoluto reposo. Vendré mañana a ver como evoluciona la paciente, pero si se presenta cualquier contratiempo avisarme sin premura de tiempo.
   El Coeter había tenido su cuarto hijo. Los hombres le felicitaban.
   - Unos brazos más para ayudar en el campo.
   Se pudo escuchar en varios de los presentes, mientras se consumían los caliqueños y el porrón circulaba sin descanso.
   Entró en la habitación, cogió a su vástago en brazos, y lo mostró a los presentes. Luego lo devolvió a la madre y abandonó la alcoba mientras se dirigía a su mujer.
   - Marta. Recupérate pronto, la recogida de la naranja esta a la vuelta de la esquina. 
   Desde la cama, exhausta por el complicado parto y la pérdida de  sangre, aún tuvo agallas para sonreír y contestar a su marido.
   - Si es necesario me levanto ahora mismo.
   Al escuchar a la bestia del esposo, los más sonoros tacos del momento, se pudieron escuchar de labios de las vecinas que asistieron a Marta. Empleando vocablos propios de aquel ser primitivo quien se vio obligado a salir por piernas.
   Bastó una sola voz del padre, para que los pequeños, dos chicos y una chica, se personaran, de inmediato, ante él. Las advertencias de rigor y los niños entraron en la habitación de matrimonio para conocer a su hermano. La niña, no contaba aún con los dos años, se aproximó a su madre le besó y  fue a conocer al pequeño, que acaparaban, en esos momentos, sus hermanos. El mayor, con las manos sucias de jugar en la era, trató de tocar al pequeño. Al  escuchar su nombre se quedó inmóvil, como una piedra. Esperaba el bofetón. Cerró los ojos: Las piernas comenzaron a temblarle. Pero éste no llegó. Por fin, se decidió a abrirlos lentamente con el temor de encontrarse con él de un momento a otro. Pero al observar a su  padre junto a la puerta se calmó y con las manos a la espalda pudo  seguir contemplando al bebe.
   Tendió, no sin esfuerzo, su mano para acariciar a sus hijos. Su pequeña al sentir el contacto se olvidó del bebe. Para abrazarse a su madre mientras los labios se posaban en su mejilla. Estaba muy cansada, fue un parto muy difícil, con mucho sufrimiento. Pero ahora contemplaba con satisfacción a Alejandro, el mayor, de cuatro años, Jaime, el segundo de tres y su, hasta ahora, pequeña Rita, una criaturita cercana a los dos.
   El nuevo día amaneció resplandeciente, aunque con bastante  fresco,   propio   de   la   época   del   año en la que se encontraban. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, a petición de su esposo, se levantó para atender a los animales y ordeñar las vacas.
   Cuando don Fulgencio, el doctor, entró en la alquería, por su boca sonaron las más insospechadas palabrotas. Mandó a Marta a la  cama y no le atizó con la vara de su caballo de puro milagro. Pero cuando se enteró que el responsable, de encontrar a su paciente atendiendo a los animales, era el Coeter. El pequeño pudo aprender los últimos tacos del momento. 
   - ¡Cuando entre ese animal de marido, que tienes, le voy a romper la vara en la espalda! ¡El muy bestia! ¡Si su mulo, que tira del arado, tiene más sentido común que él!
   La mujer, asustada, se desnudó, se puso el camisón y se metió de  inmediato en la cama. Llamó a su hijo para hacerse cargo de la faena iniciada con los animales, pues si llegaba a  casa su padre los gritos se oirá en Nazaret.
  Mientras don Fulgencio reconocía a la buena mujer, el mayor de la casa, cuatro años, se metía entre las patas de los animales y les  obligaba a retirarse para limpiar la cuadra. A pocos metros sus hermanos, en casa de la vecina, jugaban en la era con sus vecinos. Concluido el examen, Don Fulgencio, le juró que si al día siguiente le volvía a ver levantada no pisaría más esa casa.
   - Y ahora.
   Añadió.
   - En cuanto vea a la bestia de tu marido le diré lo que vale un peine.
   Al salir al patio, que separaba la casa de las cuadras, sonrío. Era  chocante ver aquel microbio de crío pelear con las vacas, los terneros, el caballo y el toro. "Como no van a estar, a verlas caer, estos críos, si no han dejado de mamar y ya están trabajando como  bestias". Se despidió del muchacho dándole un caramelo. Con las  manos llenas de porquería, de los animales, lo desenvolvió y con los dedos se lo llevó a la boca. "Seguro que éstos el tétanos no lo  cogen" Comentó para sí, mientras abandonaba la alquería.
   Al ver al Coeter, trabajando un campo cercano a la casa, se  aproximó y le dijo todo lo inimaginable. Aquél bestia, pero humilde hombre, aguantó el chaparrón como pudo y juró por sus  hijos cumplir con lo exigido. El doctor abandonó el campo para regresar a su trabajo y el Coeter mientras lo veía partir en el caballo se maldecía por la mala suerte con ese último parto. "Con los otros tres los parió y aun tenía el cordón colgando, cuando ya se levantaba a trabajar". "En fin, tendremos que obedecer, éste es capaz de coger la escopeta como ha dicho y pegarme dos tiros". Miró hacia la alquería y al ver a su mayor con la carretilla repleta de estiércol, que más bien le llevaba la carretilla a él, que él a la carretilla, para volcarla en la montaña que hacían a diario para abono se sintió orgulloso. "Menos mal que ya tengo un hombre en casa".
   Los días que Marta tuvo que guardar cama Alex se encargó de los animales y, por cierto, el chaval se desenvolvía con bastante arte y maña. Sus hermanos siguieron durante el día en casa de la vecina jugando. El pequeño junto a su madre  mamaba y dormía sin dar mayor faena. Se sentía orgullosa de su bebe. Gracias a Dios, había salido un chiquillo maravilloso, comía y dormía todo el día. Incluso cuando se manchaba, entre comidas, seguía tranquilo en su cuna esperando la siguiente toma. Daba la sensación de ser consciente del precario estado de su madre.
   Marta se encontraba bastante bien, y aunque debía guardar  cama varias horas al día, se levantaba y hacía las comidas.
   Una mañana mientras preparaba el almuerzo, para la familia, las  blasfemias y gritos de su esposo le sorprendieron. Salió al corral y  pudo observar, ante su impotencia, como su pequeño Alex recibía  una soberbia paliza, por haber derramado un pozal repleto de leche. Cuando padre descargó su agresividad en el pequeño. Éste lleno de mocos y sangre se acercó a la pila, sin una sola lágrima en los ojos, para lavarse. Su madre se aproximó. Lo acogió en su regazo acariciarle a continuación.. 
   - Mímalo, mujer, y hazlo un inútil, que el chaval no lo es ya suficiente. En esta casa todo le toca hacerlo a uno.
   Marta besó al pequeño y le rogó que ayudara a su padre. Era un buen hombre pero solo vivía por y para el trabajo. "Y hay otras  cosas". Pensaba cuando lo vio salir de casa en compañía de su hijo.
   José comenzó a caminar cuando su madre estaba a punto de lanzar al mundo el quinto hijo. Su mayor distracción era ir tras los gatos y cuando los cogía les hacía las mil perrerías. Sentía curiosidad, por el movimiento del rabo. Por encontrar las uñas que veía  cuando agarraban una rata o un pájaro. Siempre que algún papel con letras caía en sus manos lo contemplaba durante varios minutos y cuando pasaba a jugar con sus vecinos y pillaba un tebeo se quedaba abobado durante horas mirando aquellos dibujos e imaginándose el relatado de esas viñetas. Otras veces el mayor de los vecinos, que iba a la escuela, les leía una historia de un gran libro y esa noche le costaba conciliar el sueño. Él quería leer. Estaba maravillado con la cartilla de su vecino y con el libro de lecturas, donde se relataban historias verdaderamente fabulosas. Comenzó a hablar muy pronto y con gran claridad. Había tebeos, del vecino, que recitaba de memoria y los seguía en voz alta dando la sensación de estar leyendo. Éste, al percatarse, quiso gastar una broma. Una tarde, encontrándose el Coeter y su esposa sentados en el porche de la alquería, se presentó con el tebeo en la mano y les confesó que el pequeño sabía leer. Le dio aquel tebeo y comenzó a recitarlo de memoria como si lo leyera. Marta no salía de su asombro y se emocionó profundamente. Su esposo en tono de desprecio comentó.
   - Mas vale que le enseñes a coger la azada y el arado que falta hace en casa y no esas tonterías que solo sirven para crear vagos.
   Siempre que iba a jugar a casa de su vecino se ponía junto al mayor y observaba como hacía los deberes. En muchas ocasiones le prestaba un lápiz, una hoja y trataba de imitarle. Era verdadera pasión la que sentía por aprender.
   Cuando nació el quinto de los hermanos, otro chico, él ya distinguía las vocales y tres consonantes. Las podía leer y escribir formando palabras con esas ocho letras aprendidas. Paco, que así se llamaba su vecino, tenía siete años. Le hacía mucha gracia el pequeño y un día lo comentó con su maestra. Ésta le pidió que si podía lo llevara una mañana a la escuela. Ni corto ni perezoso, esa noche habló con Marta. Con el padre cuando más lejos lo viera mejor. La idea le entusiasmó, pero le rogó que no se enterase su marido. Así pues, a la mañana siguiente, cuando Paco partía hacia la escuela pasó por casa y se llevó a José.
   Aquella maestra quedó tan impresionada por la capacidad de aquel pequeño que, esa misma tarde, se personaba después de las clases en la alquería del Coeter. Gracias a Dios él no se encontraba en casa, estaba en el campo, y conversó con Marta. Lo que aquella mujer culta y hermosa le contaba le llenaba de felicidad. Pero mostró su preocupación, pues estaba convencida que su marido se negaría. Le persuadió para que no hablase con él. Pero ella, segura de sí misma, le confesó que ninguno que llevara pantalones le había asustado y mucho menos a esas alturas. Decidida aguardó en el porche la llegada del señor.
   El cansancio iba reflejado en aquel hombre que llevaba más de catorce horas en el campo, saludo, aunque aquello preció más bien un bramido. Entró en el cuarto de baño y comenzó a llamar a su esposa.
   - ¡Marta! A que esperas para ducharme.
   La maestra quedó perpleja. Durante el tiempo que permaneció en la alquería, Marta no había parado. Su conversación se desarrolló de un lado para otro mientras no perdía ni un solo instante para atender a los animales, a los niños, a la cocina y ahora aquel salvaje que pretendía que lo relajasen en el baño. Los ojos se le encendieron. Era indudable que aquel hombre estaba cansado, pero no menos lo estaba aquella buena mujer, que por las trazas iba a por el sexto.
   Marta salió del cuarto de baño pues el pequeño estaba llorando. No hacía ni dos minutos desde su salida del aseo, cuanto su marido le llamaba a voz en grito.
   - ¡Marta trae agua caliente y ven a frotarme que me voy a congelar!
   La maestra aguantó al límite de sus posibilidades. Las entradas y salidas de aquella mujer de un lado para otro y la impertinencia de su marido le desesperaron. Fue a la cocina cogió un barreño de agua del pozo y ni corta ni perezosa entró en el cuarto de baño y se lo tiró por encima de aquel animal. Salió, dio dos besos a Marta, y se despidió. Camino de su casa la sangre le hervía. Como a una bestia de tal calaña se le podía considerar un ser humano. Marta, que observó perpleja el incidente, sonrió. "Si yo tuviera el valor de hacer algo así tal vez me iría mejor". Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por los nuevos bramidos de su esposo. "¿Quién era esa puta que había entrado en el cuarto de baño, cuando él se encontraba con las pelotas al aire?"
   - La mala puta, no me ha tirado un pozal de agua del pozo.
   Marta trató de explicar de quien se trataba y lo que deseaba, pero le fue imposible explicarse. Las blasfemias insultos y amenazas se lo impidieron.
   - ¡Que a esa puta no se le ocurra pisar mi casa porque cojo la azada y la entierro viva!   
   La posibilidad de ir a la escuela un hijo suyo se iba al traste. La maestra le confesó, durante su estancia, las grandes cualidades de su pequeño, a pesar de su corta edad. Allí casi ningún crío iba y solo en contadas excepciones lo hacía uno por familia. Ella deseaba tener uno como su vecina, que enviaba al mayor. De sus cinco hijos, tan solo, la tercera y el cuarto tenían ilusión e interés por aprender. De Rita, su única hija, mejor ni mencionarlo, una mujer se ha de preparar para atender a su marido y dejarse de libros e historias. Pero. ¿Por qué José no podía ir a la escuela? Por sus ojos se dejaron caer unas lágrimas. Le costaba recordar cuando fue la última vez que lloró. Ni en el parto de José que fue el peor de los cinco. Pero ahora sentía esfumarse uno de sus sueños. Si su marido se enteraba que algún hijo suyo estaba aprendiendo con aquella maestra los mataba a los dos. Enjugó sus lágrimas con el pañuelo y entró en el cuarto de baño para terminar de asear a su marido. Cuando ya estaba seco y se disponía, a ver, como andaba la cena, de nuevo la petición de su marido, para recórtale las uñas, le retuvo unos minutos más. La cena se cogió un poco, pero pudo salvarla. Dio de mamar al pequeño y mientras lo hacía iba poniendo la mesa. Su esposo, en el porche de casa, se reunía con los vecinos para beber un poco en la bota y comentar los problemas del campo. Mientras unos jugaban un Truc, otros se dedicaban a mover las fichas del dominó sobre la mesa. Marta caldeaba las camas con el brasero, pues la humedad en el interior de la casa era exagerada. El encontrarse el pozo dentro de la casa tenía sus ventajas pero también el grave inconveniente en el invierno. La maldita humedad. Acostaba al pequeño en su cuna, tras su ración de teta y el cambio de pañal. La mesa estaba servida llamó a la prole y todos sentados aguardaron a la conclusión de la partida para recibir al cabeza de familia en la mesa. 
   Al probar la comida las blasfemias volvieron a escupir por la boca de aquel hombre.
   - ¡Uno se mata a trabajar para cuatro garbanzos y viene ésta inútil y te los quema!  
   Propinó un puñetazo sobre la mesa, se levantó, entró en la despensa, cortó un trozo de queso, de chorizo y con media barra salió al porche con la bota para cenar el fiambre con pan. El resto permaneció inmóvil en su sitio. Cenaron lo cocinado por su madre y tras besarle se prepararon para descansar. Marta entró en las dos habitaciones ocupadas por sus hijos. Los arropó y tras desearles buenas noches salió a sentarse junto a su esposo.
   El silencio era hiriente. Marta estaba destrozada, no había parado desde las seis de la mañana, cuando inició la jornada junto a su esposo. Deseaba rogar a su marido para que el pequeño José fuera a la escuela. Pero era consciente, que tras lo sucedido esa tarde, no era el momento más propicio para proponérselo. Recogió la mesa donde jugaron su partida los hombres y entró las sillas. Fregó los cacharros de la cena y cuando estaba terminando, su marido entraba en casa.
   - ¿Supongo que esta noche me compensaras?
   Estaba destrozada. En esos momentos lo que menos le apetecía era sexo. Pero no pronunció palabra se ofreció a su marido y cuando éste se desahogó se levantó y con agua fría, pues no estaba para calentarla, se lavó. Entró en la habitación y cuando se dio la vuelta para dormir los lloros del pequeño le pusieron en pie. Lo sacó de la habitación, pues a la mañana siguiente su marido tenía que trabajar. Andrés, el quinto, desde su nacimiento no había dejado dormir dos horas seguidas a su madre.  Mientras entraba arrullando a su pequeño en el corral pensó. "Toda la tranquilidad que tuve con José, éste está vengándose". 

lunes, 5 de diciembre de 2011

NEGRITA PURA VIDA CAPITULO 28 - EL DESENLACE FINAL

- CAPITULO - XXVIII -
    
                                              - EL DESENLACE FINAL -

Negrita permanecía abrazada a la urna con las cenizas de Su Viejito desde su entrega en el crematorio. Ese rostro expresivo, dulce, alegre y lleno de vida, se trucó por otro de una inexpresividad terrorífica, fría y distante. Nadie, ni siquiera su familia adoptiva, intentó cruzar la mirada de nuevo con ella. Ese mirar que cautivó desde el primer instante a Gonzalo, tierno, sumiso, cautivador y mágico. Capaz de paralizar a cualquier ser humano, ahora desde el incidente, andaba perdido e inmóvil. Portando la muerte escrita en sus retinas.
   Aterraba contemplar aquella mirada. Y el que fue capaz de hacerlo, no tuvo agallas para intentarlo de nuevo.
   En el aeropuerto, el control de seguridad le rogó depositar la urna sobre la cinta. Desprenderse de ella era como si le arrebatasen el alma y ante su negativa le impidieron el paso mientras no cumpliera con el requisito obligatorio. Unos minutos de tensión dieron paso a la intervención del ministro del interior, quien se desplazó al aeropuerto para despedir a la familia. La conversación mantenida con los responsables de la seguridad permitió a Negrita salvar el control sin separarse de la urna, a la que se asía con fuerza.
   Fue un vuelo eterno. Interminable. Incluso Guadalupe permaneció en su asiento prácticamente todo el viaje sin levantarse. Por el rostro jovial, alegre y mágico de aquella criatura se deslizaban, desde sus grandes ojos verdes, unos lagrimones recorriendo sus sonrojadas mejillas. Mientras su mirada permanecía perdida en el infinito. Ana abrazada a Carlos, no cesó de llorar. El Negro enmudecido acompañaba a Negrita que mantuvo la misma posición durante todo el trayecto. Ni llegó a levantarse en las diez horas y media que duró el vuelo ni para ir al servicio.
   Sentada, muda, sin una sola lágrima en su rostro y abrazada fuertemente a la urna, que la mantenía contra su pecho. Esa mirada, que enloquecía a Su Viejito permanecía fija en el más allá. Sin pestañear. Las dos o tres veces que Anita se levantó para estirar las piernas o ir al servicio se le heló el corazón al contemplarla. No comentó nada pero en su interior un miedo escénico se apoderó de su alma. Intuía la tragedia. Algo terrible y horroroso. Mientras el miedo se iba acumulando agrandando su angustia y desesperación.
   En Barajas cabizbajos y llorosos, los amigos más cercanos.
Las muestras de dolor se repitieron entre abrazo y abrazo, arropándose unos a otros para caminar lentamente con los equipajes, en busca de los vehículos. Llegaron a casa en un clima de absoluto silencio. Con el ambiente cargado de dolor, de angustia, de impotencia y sufrimiento. No cenaron. Tomaron  unas infusiones o café, para retirarse de inmediato a las habitaciones.
   La familia y los amigos íntimos viajaban muy temprano a la mañana siguiente hacia el Pirineo. Alberto se encargó de reservar habitaciones. No fue fácil por la época del año pero gracias a sus contactos consiguió alojamiento. Dos habitaciones en el parador, otras tantas en el hotel Bielsa y por ultimo el resto en el hotel Valle de la Pineta.
   Salieron muy temprano en tres vehículos. La comitiva la componían, Carlos y Ana con las gemelas. Marta, Ángela, Alfredo, Alberto, El Negro y Negrita asida a su urna con fuerza. Completándola Marta, madrina de una de las jovencitas en compañía de su esposo. Doce personas en total. Se instalaron en la localidad de Bielsa en el Pirineo Aragonés. Centraron el lugar de reunión en el Parador. Su director se desveló por atender a la familia y fue quien se preocupó por conseguir alojamiento al grupo. Cenaron todos en el parador, pero no permanecieron mucho tiempo de tertulia. Los ánimos andaban muy bajos.
   Don Julián obtuvo un permiso especial, para circular con los vehículos en el parque nacional, notificándolo de inmediato a Alberto. El mismo director, con varios agentes forestales, se comprometió personalmente a conducirlos hasta las proximidades de la cima del cilindro para aguardar su regreso. Permitiéndoles realizar la ceremonia familiar en la intimidad. Cualquier cosa que necesitaran estaba a su entera disposición. Alberto le agradeció los desvelos y lloraron juntos la muerte de su gran amigo.
   El personal del Parador estaba conmocionado. Habían tratado a don Gonzalo y guardaban buenos recuerdos del personaje.
Huésped de gran amabilidad, delicadeza y dulzura en el trato con cualquiera. Era de esos clientes que todo establecimiento desea tener. Si algo no le parecía correcto procuraba dirigirse al responsable directo y hacerle la observación con todo el cariño y discreción posible. Estos reaccionaban de inmediato tratando de solucionarlo o buscar alternativa. Agradeciéndole la discreción empleada  para que su superior no se enterara del fallo. En las pequeñas conversaciones que mantuvieron las pequeñas, especialmente con el servicio del hotel, pudieron valorar el aprecio que aquellas personas tenían por su abuelo.
   Guadalupe que estaba un poco mas suelta les relató como la intervención de su abuelo les liberó de una situación difícil.
 - Sin duda su muerte estaba cercana. Pero un segundo junto a él merecía la pena vivirlo. Murió como vivió toda su vida. Entregándose a los demás.
    Un profundo sollozo le embargó y sin el menor reparo se abrazo al camarero con el que conversaba. Perplejo abarcó a la joven tratando de consolarle. El responsable del comedor, al girarse y comprobar la escena, llamó al orden al muchacho, pero Guadalupe salió de inmediato en su defensa.
   - No me lo quite, necesito hablar con alguien.
Su voz dulce, tierna y cariñosa. Pero especialmente ese lenguaje corporal que transmitía su figura convenció al directivo. Sonrió permitiendo a su empleado proseguir con la joven. Fue la última en retirarse a su habitación pero no se mantuvo mas de treinta minutos de tertulia con el empleado del establecimiento. Aquellos instantes de conversación con un desconocido le proporcionó el bálsamo necesario a la tensión vivida desde esa Noche Buena. De esa Noche Buena que jamás podría olvidar.
   Con los primeros rayos de luz natural los tres vehículos en compañía del coche oficial del parque emprendieron la marcha. Desayunaron en el parador.
   El reloj de la iglesia de Bielsa daba las ocho campanadas cuando se ponían en movimiento. La distribución para desplazarse fue exactamente igual a la adoptada al abandonar la capital. Rostros tristes y resignados, menos el de Negrita. Esa mañana se había arreglado como si fuera a una boda. Se puso ese vestido blanco con volantes adornados con ligeros toques en rojo. De escote generoso, luciendo todo el esplendor de su cuerpo. Como hacía frío dejó caer un chal cubriendo sus hombros desnudos y sobre la cabeza ese sombrero caribeño de Puerto Viejo. En honor a Su Viejito. Cuantas veces en Puerto Viejo le comentaba lo bien que le sentaba y le     favorecía. Para rematar la frase.
- Mi Negrita. ¿Pero que cosa no le sienta bien?
   Estaba radiante. Su expresividad había dado un giro de ciento ochenta grados con respecto al día anterior. Su rostro fuera de toda tristeza, dolor o angustia mostraba una felicidad insultante. Su sonrisa se dibujaba constantemente, mientras sus brazos abrazaban con fuerza la urna. Solo a Ana y a los empleados del establecimiento hotelero les extrañó esa alegría. Lejos de tranquilizarle la actitud de Negrita le preocupó profundamente. Pero no quiso hacer ningún comentario al respecto. Luego, al separarse para emprender el pequeño trayecto, se olvidó del asunto para sumirse en su dolor y desesperación por la muerte de su papi.
   La circulación se hizo lenta, mostrando el paisaje todo su esplendor y belleza. La majestuosidad de sus montañas escoltó a la comitiva hasta el lugar donde el trayecto solo se podía realizar andando. No había mucha distancia hasta la cima donde una veintena de años atrás las cenizas de su esposa acompañaron al viento del Pirineo.
   Ya en la cima comenzaron los pequeños discursos preparados con cariño y esmero por cada uno de los componentes de la expedición. En todos ellos hubo palabras para describir al hombre al que despedían. Negrita pidió ser la última en recitar su discurso. Fueron pasando uno a uno y al llegar su turno destapó la urna.
   Se separó ligeramente del grupo aproximándose al precipicio. Volcó su contenido y mientras pronunciaba las primeras palabras se lanzó al vacío. No dio tiempo a reaccionar a nadie. Negrita acompañaba a Su Viejito en su viaje a la eternidad. Ana se desmayó. Había intuido algo parecido pero fue incapaz de reaccionar. Las gemelas se lanzaron hacia el borde del precipicio como tratando de socorrer a su madre. Carlos atendía a Ana con el rostro desencajado como la mayoría de los presentes. Alberto y Ángela fueron de inmediato junto a las gemelas para consolarlas mientras las arropaban en sus brazos.
   El resto buscaba cobijo en su pareja o en su soledad.
   Solo las palabras pronunciadas por Negrita al lanzarse al precipicio se percibían con claridad por todo el valle. El eco se encargó de repetirlas para que quedaran grabadas en las mentes de todos los presentes.

   - MI VIEJITO... PURA VIDA.

   Guadalupe fue la primera en romper el silencio. No su llanto, que se percibía por todo el valle. Entre sollozos repetía una y otra vez las palabras de su madre mientras se lanzaba al vacío tratando de alcanzar a Su Viejito en la otra vida.
-Cuando Ana recobró el sentido, Carlos dejó que le atendieran las mujeres, para reaccionar con rapidez. Bajó a la máxima velocidad que le permitieron sus piernas para avisar del incidente. A los pocos minutos se personaban miembros de la guardia civil en compañía del forense. Un poco más tarde lo hacía el juez del término municipal.
   La familia se recogió en el parador mientras, Alberto y Carlos solventaron el papeleo y las declaraciones pertinentes ante las autoridades y se daba aviso a la embajada de Costa Rica al tratarse de una ciudadana de dicho país. El familiar más directo era el Negro. La burocracia  obligó a prorrogar la estancia durante cuarenta y ocho horas más.
Era necesario tener todo en orden para poder trasladar el cadáver a su país de origen. El Negro aseguró que Ana Guadalupe deseaba reposar en su cala de Puerto Viejo.
   Ana entró en la habitación ocupada por Negrita para recoger sus pertenencias. Al revisar los cajones de la mesita de noche se encontró con tres cartas, una dirigida a sus hijas Ana y Guadalupe, otra al Negro y la última para ella y Carlos. Con lágrimas en los ojos se sentó sobre el lecho. Respiró profundamente y decidió abrir, la dirigida al matrimonio. Lo hizo con parsimonia mientras sus ojos se enturbiaban.
   El pañuelo abandonaba el bolsillo para recoger el líquido que se desprendía de sus grandes ojos verdes. Cuando logró recuperar la vista tras eliminar humedades comenzó a leerla. Muy lentamente y embargada por diferentes sensaciones.

   Mi niña.
                 Cuando lea esta carta estaré acompañando a sus papás en el otro mundo. No creo que sea mejor que el vivido los últimos veinte  años junto a Mi Viejito. Pero estoy segura de algo. Será mucho mejor que seguir viviendo sin su compañía. No lloren mi muerte pues lo hicieron cuando perdimos a Mi Viejito. Mi cuerpo se mantuvo con vida pero mi alma acompañó a la suya  allí en Puerto Viejo.
   Solo tengo palabras de agradecimiento hacia ustedes. Nadie en el mundo habría educado mejor a las pequeñas. Ahora sé que podré descansar tranquila. Mis niñas no corren peligro y por si fuera poco tienen unos padres increíbles.
   Sé que Mi Viejito me incluyó en su testamento. No tengo a nadie conocido y la última vez que le acompañé le rogué poder redactar el mío. Sabía perfectamente que cuando él nos dejara yo le acompañaría de inmediato. Una vez cumplida su última voluntad. Lanzar sus cenizas junto a las de su esposa. En el expresé mi voluntad para que dispongan de todas mis pertenencias.
   Quiero que sepa que mi vida comenzó aquella mañana, cuando se personó en el chiringuito en compañía del Negro. Desde el mismo instante que crucé mi mirada con la de él pude captar toda la bondad que portaba su ser. Jamás he olvidado esa primera mirada. Ni la he vuelto a ver en nadie. Me cautivo como no lo había conseguido ningún otro hombre. Las personas se extrañaban del afecto y porque no decirlo el amor que despertaba Mi Viejito. Pero desde el primer día jamás pude captar la diferencia de edad. Veía su interior y aquello era inmejorable. Me hubiera gustado disfrutar de él como mujer. No se lo voy a negar. Pero también le puedo asegurar que su compañía ha superado cualquier otro tipo de placer.
    Por ultimo le confesaré que he llevado dos cosas en mi corazón. En primer lugar Mi Viejito. Cerca de él pero a una distancia lejana Mi Puerto Viejo. Luego mi cariño se ha repartido por igual con todo el mundo. Incluso con los que me han querido hacer daño. No guardo rencor a nadie. Ni siquiera a quien me arrebato a Mi Viejito. Ya se encargará El de juzgarlo. Yo no soy quien.
   Les deseo lo mejor y como comprendió perfectamente Mi Viejito no se me apuren por nada.
        PURA VIDA.
   Acercó la hoja de papel contra su pecho, para proseguir con el llanto que a duras penas le había dejado leer el contenido de la misiva.
Permaneció sentada en la cama por espacio de varios minutos y luego entró en el aseo. Refrescó el rostro con agua fría y se cepilló un poco el pelo para concluir con la recogida de las pertenencias de Negrita. Luego sé reunió con el resto de la familia que esperaban para emprender el regreso a la capital. Al cruzarse con El Negro le entregó la carta que le había escrito Negrita. No pronunció una sola palabra. Besó el sobre y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.   
   Subidos en los vehículos emprendieron el viaje con el féretro de Negrita camino de Huesca. Los trámites para su incineración estaban listos y esa mañana asistirían a su entierro oficial.
    Fue una ceremonia sencilla y rápida y a pesar de los deseos de Negrita de no pronunciar ningún discurso en su funeral, El Negro se lo saltó. Sacó la carta que le había entregado Ana. La abrió por primera vez delante de la familia para iniciar su lectura. Desconocía su contenido pero estaba seguro que en ella reflejaría lo que Negrita había sido en sus treinta y siete años. Ana sonrió al comprobar la acción de Salvador. A ella le costaba emplear la palabra negro, pues en España se utilizaba demasiadas veces de forma despectiva y auque sabía que a él le agradaba el calificativo le costaba pronunciarlo.
   En realidad El Negro no infligía la petición de Negrita. Se limitaba a leer el legado que le había entregado la bondad personificada en aquella mujer.

PURA VIDA. NEGRO. PURA VIDA

   Nadie mejor que usted para entender al negro, querido amigo. Nuestra relación más que de amistad, junto con nuestro Viejito, formamos una familia. Una familia que nunca pudimos disfrutar ni sufrir. Ni usted ni yo. Pero desde que el Señor nos envió a ese hombre gozamos del lado mas lindo de la familia
Para mí ha sido mi hermano mayor y me enorgullece comprobar como aprendió de nuestro padre adoptivo. De nuestro Viejito. Supo explotar su parte buena. Ahora estoy convencida que Puerto Viejo tendrá una continuidad tras su pérdida.
   Recuerde hermano, nada de monumentos, ni placas. Convierta la cabaña en el lugar más divertido y concurrido de Caribe y sobre todo que la música no falte. Recuerde que el espíritu de nuestro Viejito en compañía del mío estará siempre presente.
   No se me olvide  poner su canción todos los viernes, al anochecer, sobre las dieciocho horas. Pues se sentara en su sillón mientras entro en la bañera.
   Solo le permito poner nombre al local que usted abrirá para mantener a nuestros espíritus con el ritmo que requiere ese mágico lugar del Caribe. “El rincón de Mi Viejito”.
   Que Dios le guarde y lo conserve muchos años para mantener el encanto y la magia de Mi Puerto Viejo.

PURA VIDA. NEGRO. PURA VIDA.    

   Dobló la hoja y la volvió a guardar en su chaqueta. Mientras las lagrimas humedecían su traje. Quedaron impresionados con su lectura y más de uno se preguntó por la canción del viernes.
   Solo Ana y El Negro sabían de qué se trataba. La primera porque se lo contó su madre cuando aún vivía. Pero no entendió muy bien la exposición como primera persona de Negrita en la historia. El Negro se enteró, cuando con unas cuantas imperiales de más, allá por Quepos, le reveló su secreto erótico.
   Durante la comida en un céntrico restaurante de Zaragoza El Negro les confesó que se encargaría de lanzar las cenizas de Negrita en la cala de la cabaña. Por ello el desplazamiento de todos a Costa Rica se hacía innecesario. Ciertamente la presencia de ellos no solucionaba nada. Aunque llegaron a insistir en acompañar al Negro.
   Al  final  acordaron  lo  más  lógico. Las gemelas reanudaban sus clases en la universidad y Carlos había descuidado en demasía el despacho.
   Cenaron en casa. A la mañana siguiente El Negro tomaba el avión en compañía de la urna con las cenizas de Negrita.
   Ana andaba inquieta. Sabía perfectamente que viajar a Costa Rica de nuevo para asistir a la ceremonia de lanzar las cenizas de Negrita en la cala no resolvía nada. Pero estaba en deuda con aquella mujer. Una deuda que solo se podía pagar con gestos. Tal vez tontos, inútiles, pero que dejarían su conciencia tranquila. Se acababan de acostar. La luz artificial perdía su intensidad para sumirse en tinieblas la alcoba.
Ana andaba con su inquietud dentro de su mente, de su corazón, e incluso dentro de su alma. El silencio en la intimidad lo rasgó con la dulzura de su voz.
   - Carlos. Soy incapaz de quedarme aquí mientras El Negro se lleva las cenizas de….
   Tuvo que detener la frase un sofoco se apoderó de su alma y lloró amargamente. Carlos se asustó, abarcándole de inmediato entre sus brazos. Encendió la luz de la mesita de noche, mientras le acariciaba con toda su ternura y cariño. Pero Ana era incapaz de calmar aquel dolor profundo, angustioso pero sobre todo cargado de remordimiento. Su esposo no lo pensó dos veces.
   Dejó con ternura a su mujer sobre el lecho, se levantó, saco su portátil y buscó de inmediato las páginas de líneas aéreas. No tardó mucho en localizarla y consiguió billete para el mismo vuelo, donde viajaría El Negro a la mañana siguiente. Realizó las diferentes operaciones de pago para regresar junto a su Anita. Con el mismo cariño que le dejó sobre la cama le volvió a rodear con sus brazos.
   - Anita. No te culpes de nada. Mi amor. Tranquilízate, tienes billete para mañana en el mismo vuelo que El Negro.
   Anita se separó de su esposo. El llanto había cesado, aunque esos increíbles ojos verdes estaban bañados en lágrimas.
Su marido era un cielo. Le conocía como nadie. Se abrazó con una felicidad indescriptible. Le besaba, le acariciaba y lo mimaba.
   - Gracias mi amor. Pero después de dedicarle esa criatura casi veinte años a mi padre me remordía el alma dejarla marchar así. Volveré de inmediato.
  Carlos seguía con las muestras de cariño hacia su mujer, mientras le aclaraba que se tomara el tiempo necesario. Unos días de tranquilidad, de recuerdos, de lloros y alegrías por aquellas tierras, no le irían mal después de esa semana de angustia, de tristeza y pérdida.
   Desayunaron temprano y las niñas tras despedirse del Negro subieron a su habitación a estudiar. No comentaron a nadie el inesperado viaje de Ana.
   El Negro y Carlos cargaban el coche de maletas para ir al aeropuerto. Ana aprovechó para subir a la habitación de las niñas, despedirse, entregarles la carta y notificarles su marcha. Las encontró estudiando en la habitación que compartían preparándose para asistir al día siguiente a la facultad. Anita entró con sigilo para depositar sobre la mesa la carta de Negrita.
   - Esta carta, con otras dos más las dejó vuestra mamá. Va dirigida a vosotras. La segunda, fue la que leyó Salvador en la incineración de mamá. La tercera la escribió a papá y a mí. Quiero comunicaros que me voy a Costa Rica unas semanas.
No podría vivir tranquila si no asistiera a esa ceremonia en la cala del abuelo. Sed buenas y estudiar mucho. Mamá volverá pronto.
   Fue pronunciar la frase y depositar la carta en el espacio de la mesa que separaba a las dos hermanas. Se levantaron y abrazándose a su madre se despidieron. Al abandonar Ana la habitación se miraron con ternura, temerosas e incrédulas ante lo inesperado. Pero como no, fue Guadalupe la que se adelantó a su hermana para tomar el sobre y descubrir el contenido del mismo. Ana aproximó su silla a la de su hermana y mientras le abarcaba con la mano la cintura, aguardó a que desplegara la hoja de papel.

  Mis pequeños tesoros.

                                      Solo Dios sabe cuanto os he echado de menos en todos estos años. Sé que comprendéis los motivos que me llevaron a realizar lo que hice. Ahora tras el incidente sé que lo comprenderéis mucho mejor. Aunque os he añorado mucho, no me he sentido nunca infeliz o culpable. Dos han sido los principales motivos. El primero contaba con vuestro abuelo. Mi Viejito ha sido mi familia y nada ni siquiera vosotras habrías llenado tanto mi corazón como lo hizo él. El otro y también se lo debo a Mi Viejito os proporcionó los mejores padres que hay sobre la tierra.
Os escribo estas líneas para pediros una sola cosa. Todo cuanto tenéis es un don de nuestro Señor, no cerréis los ojos, ni vuestros oídos. Hay mucha gente en el mundo que precisa de seres humanos con un corazón como vosotras. Estoy segura que sabréis seguir el ejemplo de vuestro abuelo. Mi Viejito.  Aprovechar el tiempo ahora para lograr llegar a ser unos buenos médicos. Con ello podréis  ayudar a más gente, especialmente a los más necesitados.
   Como le dije a vuestra madre no me lloréis. Ya lo hicimos cuando verdaderamente perdí la vida en Puerto Viejo.
   Mis pequeñas desde allá arriba os tendré en mis oraciones y velaré día y noche por vosotras.
     Un abrazo de vuestra segunda mamá.
En el aeropuerto, El Negro se quedó de piedra cuando Ana, se despedía de su esposo con su tikete en la mano, entrando por la misma puerta de embarque.
   - Vos estáis loca. Mi niña. ¡Pero que carajo!  Sois como vuestro padre. Cabezones, cabezones. ¡Benditos cabezones!
   Pronunciaba la frase mientras sus ojos se nublaban llenos de un sentimiento de agradecimiento, de cariño, de amor hacia esa familia. Hacia su familia. Mientras en su mente se repetía la frase que le decía con frecuencia a Su Viejito. “Tienen que tener sangre negra. Estos españoles tienen que tener sangre negra”.
   Cuando El Negro lanzó en la cala las cenizas. Todo Puerto Viejo, junto a la pareja formada por Anita y El Negro, permanecían en absoluto silencio.    
   Un escalofrío colectivo invadió los cuerpos de los presentes a pesar de estar en temporada seca y lucir un sol de justicia. Al volar las cenizas en armonía con la brisa del Caribe, se evaporó la tristeza, la nostalgia, el dolor pero especialmente el luto. La ilusión y la alegría regresaron aquel rincón del mundo, donde la magia, el ritmo, la música, la amabilidad, la cortesía, la amistad, la solidaridad, eran virtudes arraigadas en sus gentes.
El rincón del Viejito se convirtió en el lugar de encuentro de aquel paraíso perdido al sur de Costa Rica. Arropado, bañado, acariciado y mimado por el mar de sus amores. Ese mar que les daba vida a la pareja de moradores de la cabaña. Ese Caribe incomparable.
   Todos los viernes los ojos del Negro se humedecían recordando a su Viejito cuando conectaba la cadena musical para poner la canción. Todos los viernes a las dieciocho horas, con la puntualidad inglesa se escuchaba a buen volumen la canción de Delgadillo. “LA BAÑERA”.
   Sobre el sofá del salón el espíritu del Viejito se acoplaba para contemplar el alma de su esposa, o de Negrita, o tal vez de las dos. Entrando en la bañera mientras el agua se perdía en el saneamiento tras un recorrido sensual, acariciando aquel cuerpo escultural desde la cabeza hasta los dedos de los pies.

Te sorprendí a través
Del cristal de la bañera
Cuando una puerta abierta
Me invitó a mirar la escena
                                            ………
                 FIN