jueves, 15 de diciembre de 2011

EL PRIMER AMOR - CAPÍTULO II MIS PRIMEROS LIBROS

   - CAPITULO II - 

                                   - MIS PRIMEROS LIBROS -

   La maestra, por mediación de Paco, se informó cuando aquel animal, que tenía por vecino, no se encontraba en casa. Esa mañana dejó en la escuela a su hermano pequeño, estudiante de magisterio y se acercó a la alquería.
   A Marta se le inundaron los ojos de felicidad mientras el pavor embargaba todo su ser. Si su marido se presentaba y le sorprendía en casa. La mataba.
   Elisa, que así se llamaba la maestra, era una joven de veintidós años, de un físico llamativo pero de un fuerte carácter y reivindicativa de los derechos de la mujer como pocas. Era soltera. Había tenido infinidad de pretendientes pero el ambiente machista reinante en el país provocó el rechazo de todos los que se le acercaban sin respetar sus opiniones ni sus derechos. Conversaron de la misma forma que la otra vez. Ella de un lado para otro, trajinando con los niños, la casa y la comida. Elisa le seguía y trataba de colaborar, en lo que podía y sabía, sin dejar la conversación. Se dio cuenta de la gran necesidad que tenía aquella mujer de poderse comunicar con otra persona. Trabajaba sin parar pero sentía como la felicidad, en esos momentos, se le escapaba por cada poro de su piel. Mientras el estómago se le revolvía al describir su rutina diaria. Era increíble lo que aquella mujer del campo era capaz de soportar. En ese momento a su mente acudió la situación de marginación de las mujeres de la ciudad pero la madre de José era tratada peor que los esclavos. "Pero bueno" meditaba cuando la conversación se detenía unos segundos " Yo he venido aquí por el niño".
   - ¿Y José?
   Marta salió y llamó a su hijo. Un ruido procedente del desván se escuchó con claridad. Al instante los niños bajaban por la escalera.
   - ¿Que andabais haciendo?
   Preguntó. Cabizbajos no se atrevieron a responder. Marta besó con ternura a su hijo y volvió a insistir.
   - Mi vida. ¿Tú no tienes secretos con mama verdad?
   La sonrisa se dibujó en el rostro del niño. Con esa expresión característica en él cuando se disponía a sorprender a sus oyentes. Con esa soltura y desparpajo confesó estar enseñando a Rita a leer. Elisa giró la cabeza de izquierda a derecha y de nuevo a la izquierda. La sonrisa acompañaba al gesto de cabeza y a sus reflexiones. "Contra la cultura no puede ni el más animal de los hombres".
   La maestra se quedó con los niños en el desván, mientras Marta prosiguió con la rutina diaria. Estaba atónita por la forma como aquel renacuajo enseñaba a su hermana las vocales. Había traído unas libretas y unas cartillas de lectura. Les explicó como avanzar con ese material. Aconsejándoles realizar, al menos, una hoja, de cada libreta, todos los días. Por medio de su vecino Paco hacérselas llegar a diario a la escuela. Ella se comprometía a devolvérselas lo antes posible corregidas con el mismo medio de comunicación.
   - Ante cualquier duda, podéis preguntarle a Paco, él os ayudará.
   La felicidad inundó a los pequeños. Sus primeros libros, con seguridad su mejor regalo hasta la fecha. Rita era una chica inteligente, pero Elisa se prendó con la capacidad, el razonamiento, la inteligencia, la creatividad y la improvisación de aquel mocoso.
  Marta subió en repetidas ocasiones alertando a Elisa del riesgo, en el caso de personarse su marido en casa. Por fin abandonó la alquería y los niños se abrazaron llenos de alegría porque, ahora, tenían material para aprender durante un tiempo.     
   Desde aquel feliz día, cuando su padre salía de casa, los dos hermanos se levantaban y subían al desván a realizar los deberes y cuando Paco se disponía a ir a la escuela, salían a su encuentro. Le entregaban los cuadernos trabajados, para ser corregidos por Elisa y a continuación se ponían a leer pasando casi toda la mañana con la lectura.
   Cuando Paco volvía de la escuela corrían hacia él para recoger los cuadernos corregidos y preguntarle sobre las dificultades y dudas encontradas. Cada vez la caligrafía era más controlada. Elisa estaba asombrada por los progresos de los pequeños. Se enteró, por uno de los dibujos, enviados para corregir por sus pupilos a distancia del nacimiento del sexto hijo en la familia. Alfredo. También y por el mismo sistema se enteró del séptimo, Javier, el octavo, Pedro. Y por fin otra niña la novena, Elena. 
   Su alumno José contaba con siete años y había superado en mucho a su vecino de trece. En los trabajos se quejaba de las dudas sin resolver, principalmente con las matemáticas.
   Tanto José como Rita, no disponían de tanto tiempo como antes. El atender a los animales y la faena en el campo les daba poco margen de tiempo libre para el estudio y la lectura. Tanto uno como el otro en la mochila utilizada para llevar los almuerzos, la bebida, el material, acoplaban también unos libros para devorarlos sus mentes recopilando todo tipo de conocimiento en sus escasos descansos. Sus hermanos mayores bromeaba y se burlaban de ellos e incluso en alguna ocasión les quemaron algún libro, con el consiguiente disgusto. Pero Elisa siempre los animaba y les proporcionaba otro nuevo al instante.
   Había intentado por todos los medios traerlos a la escuela, pero siempre se encontró con la negativa de su padre. Utilizaba a su hermano para convencer al Coeter, pero nunca consiguió sacar nada.
   Un día, la maestra, conversando con la madre de Paco, sacó a relucir el tema de su vecino.
   - Mi querida maestra el único capaz de poner los puntos sobre las “í, es” a ese pedazo de animal es don Fulgencio. El medico y sin duda por ser quien le ayuda a traer hijos al mundo para tener mano de obra en el campo.
   La conversación mantenida con la madre de Paco se le gravó en la memoria. Pero no permaneció quieta. Sus constantes salidas al consciente durante varios días forzó la búsqueda de una solución. Una mañana de vacaciones escolares decidió conocer al doctor. Se encontró con un hombre sencillo, de pueblo, bastante bruto pero de un inmenso corazón. Por supuesto no le pasó desapercibido el toque machista del facultativo, quien desde luego no lo disimuló en ningún momento. Pero como en esos instantes lo importante eran los niños prefirió apartarlo.
   Expuso su preocupación durante los últimos cinco años. Y la reacción de aquel hombre, tras sus primeras palabras, fue muy reveladora.
   - Con el muro hemos topado.
   Significativa y desmoralizadora la frase. Pero ante la inmediata afirmación de conversar con aquel primitivo ser Elisa quedo algo mas esperanzada.
   En una de las pausas, de la tradicional partida de domino del viernes, para picotear y levantar la bota de vino. Don Fulgencio, en presencia de su padre, llamó a José. Sacó uno de sus viejos libros de medicina que solía llevar, se lo dio al muchacho y dijo.
   - Lee chaval.
   Su corazón latía a un ritmo desenfrenado. Iba a leer en voz alta y ante todas aquellas personalidades de la huerta. Sus ojos se iluminaron, radiaba felicidad hasta por las orejas. En tono pausado y claro comenzó a leer lo ordenado por el sanitario. Todos los presentes quedaron asombrados por la perfección y claridad en la lectura del chaval. La mayoría no sabía leer y el que era capaz se desenvolvía como un niño de la escuela. Haciéndolo sílaba por sílaba. José daba la entonación exacta a la frase. Paraba en los puntos y hacía las inflexiones correspondientes. Su padre, perplejo, permanecía en la silla ante la demostración de su hijo. Cuando el doctor le rogó parar, miró al "Coeter" y éste sintiéndose molesto por la mirada de don Fulgencio, era al único al que temía y respetaba al máximo, se atrevió a decir.
   - ¿Y esa mariconada que utilidad tiene? No para plantar patatas, o rascar el cebollino, o para  replegar la alfalfa. Además.
   Le propinó un cachete en el cogote al chaval.    
   - A ti, quien te ha metido esa idiotez de leer.
   Don Fulgencio con el tono empleado cuando deseaba recriminar al Coeter. Le frenó
   - ¡Pedazo de animal! Yo he tenido que leer esas idioteces para  traer al mundo a esa retahíla de hijos que tienes y por las trazas me temo que me tocará atender a bastantes más.
   La sumisión del Coeter ante aquel hombre era increíble. En tono dócil y suave se aventuró a contestar.
   - ¡Esta bien! ¿Pero como este mocoso va a llegar a ser médico?
   - ¡Cacho adoquín! Tu mula es bastante más inteligente que tú. Permitiéndole ir a la escuela. Por supuesto.
   El enfoque dado al asunto por don Fulgencio estaba dando sus frutos. Aquel infeliz quiso salir del paso diciendo
   - ¿Y quien irá al campo? ¿O arreglará a los animales?
   José que había permanecido mudo, con lágrimas en los ojos, juró a su padre no ir al día siguiente al colegio sin cumplir con su trabajo en la alquería. Don Fulgencio, conociendo las reacciones de aquel hombre, intervino evitándole al niño el inevitable sopapo.
   - Desgraciado no te mereces este hijo. Como seas capaz de negarte es para echarte a la acequia.
   Estaba fuera de juego no sabía como salir. Tenía toda la razón si cumplía con su trabajo, porqué no dedicar su tiempo libre a lo que quisiera. "Tal vez se ahorraría el médico cuando su hijo lo fuera". Esos pensamientos retumbaban su mente en esos instantes. José llevado por su afán de ayudar a su hermana a punto estuvo de tirar por la borda el éxito del doctor al proponer.
   - ¿Rita podría ir también?
   Don Fulgencio, nuevamente, sabedor de la reacción de aquel hombre le interrumpió.  
   - Pero niño eres como tu padre. Tú hermana a coser y cocinar para atender a su marido el día de mañana.
   - Eso. Eso.
   Aseveró su padre sintiéndose seguro al coincidir con el doctor en algo. Rita desde el desván estaba escuchando la conversación y rompió a llorar. En un principio no sabía muy bien si era de alegría, su hermano iba a ir a la escuela. O por el interés mostrado por ella, aún arriesgando su posibilidad. O por la rabia que inundaba su cuerpo consciente de no conseguir ella aquella dicha.
   José entró en casa dando saltos de alegría. En primer lugar fue a su madre. Estaba dando de mamar a Elena, le abrazó, besó y le comunicó la noticia. Cuando su hijo salía de la habitación sus ojos se inundaron de lágrimas, no se sentía tan feliz desde que su hijo le leyó el primer cuento. Aquella dulce sensación llenaba todo su ser, apretó a su pequeña contra su pecho descubierto y elevando la mirada hacía el techo dio gracias a Dios por concederle aquel ansiado deseo.
   Las escaleras hasta el desván las subió de tres en tres. Cuando se presentó ante su hermana y constató su llanto la felicidad, almacenada en su alma, se desvaneció y una inmensa tristeza se apoderó de su pequeño ser. Su hermana no podría ir con él. Comenzó a llorar como un chiquillo y abrazándole comentó.
   - ¿Si tu no puedes ir, tampoco iré yo?
   Rita se emocionó, abrazó a su hermano y controlando la situación replicó inmediatamente.
   - No seas tonto. Has abierto camino. Y quien sabe si más adelante también podré ir yo.
   Se secó las lágrimas con la manga, para apuntillar.
   - Mi querido hermanito tendrás que aprender por los dos y cuando regreses a casa, en el desván, me podrás explicar todo.
   Se abrazó con fuerza a él y prosiguió.
   - Cuando te veas agobiado con la faena de casa o del campo me lo dices y te ayudaré. No me gustaría perderme ni un solo día de clase.
   Permanecieron abrazados por espacio de varios minutos. Se secaron las lágrimas mutuamente para abrazarse de nuevo. José se sentía doblemente feliz. Por ir a la escuela, pero sobre todo por tener a Rita como hermana.