jueves, 28 de agosto de 2014
UN AMOR ETERNO NACIDO CON LA CREACIÓN- SEGUNDA PARTE- ANDREA- CAPÍTUITULO 27
CAPÍTULO
CAPITULO VIGÉSIMO SÉPTIMO LLEGÓ SU HERENCIA
Al concluir su visita al notario fue directo a la entidad que presidía
su cuñado para despedirse y ponerse en contacto cuando todo lo tuviera atado.
Luego se acercó a casa de su hermana para saludar e informar que regresaba a
Donostia. De los niños fue en la noche cuando se despidió pues sabía que en
esos momentos estaban en el colegio. Andaba con el último abrazo a su hermana
para partir al hotel, recoger sus cosas e ir al aeropuerto, cuando su hermana
se enteró que andaba sin vehículo. Llamó de inmediato al chófer ordenando que
llevara al señor hasta su hotel para recoger el equipaje y conducirlo a
continuación al aeropuerto. Insistió que no se molestaran simplemente con
llamar a un taxi lo tenía resuelto, pero no consintió de ninguna de las maneras
y realizó los trayectos en el coche de la familia.
De nuevo aquella criatura le sorprendía al verle esperando en la puerta
de llegada de su vuelo. Debía haberse pelado las clases pues la hora no era
precisamente de pausa. Pero le aseguró que se celebraba un simposio de medicina
en su facultad y ese día no dieron clase ya que los profesores asistían a dicho
evento. De nuevo había preparado al detalle la comida y como hacía un día no
propio de la región, un sol, con un cielo completamente despejado, optaron por
ir en coche a Hondarribia junto a su puerto para pasear por la playa y tomar
algún refresco en cualquiera de sus cafeterías. Dejaron el vehículo en un
parking y cogidos por la cintura pasearon por la playa durante un par de horas,
donde el silencio fue el protagonista mientras sus ondas captaban la felicidad
que los embargaba. Ella sonriente, con un gesto increíble, mientras su mirada
iba sin un lugar fijo, chispeante, viva y con una luz que reflejaba toda la
felicidad que le ocupaba el momento. Él también sonriente, pero en su rostro se
reflejaba la preocupación. Recordaba que en alguna ocasión y siempre
puntualmente le resultó incomodo ir cogido de aquella criatura, pero
especialmente que dicha circunstancia le estaba ocurriendo con excesiva asiduidad.
Jamás le había preocupado ese tipo de situaciones. Su alumnado eran sus hijos
adoptivos. Pero en el aeropuerto cuando se sentó para que ella pudiera entrar
en los servicios un momento, viendo como el ritmo del Caribe se dibujaba en
esas caderas perfectas, le había marcado, sofocado e incluso preocupado. Nunca
había comprendido esas parejas con una diferencia de edad grande. Y la suya con
aquella criatura no era considerable, era abismal. Tal vez esa tensión de estar
en guardia le estaba afectando a su naturalidad, a su comportamiento normal. Su
afecto y cariño por Andrea era simplemente el que siente un padre por su hija.
Y así había y seguía siendo desde que le conoció, pero la mirada que se le
escapó en el aeropuerto no era de esos sentimientos. Sabía que no hubo, ni
había, ni habrá en su vida más amor que aquella extranjera que perdió para
siempre porque el Señor la quiso para él. Un ángel de esas características no
podía andar perdido por un mundo tan inmundo. De pronto, paseando con esa
aureola de felicidad, comenzó a llorar, a sollozar, a gemir, intentando
inútilmente retener ese sentimiento, desapareciendo todo resto de alegría, de
felicidad. Se daba cuenta que se estaba haciendo viejo. Nunca antes había
tenido la lágrima tan floja. La expresión de la joven cambió radicalmente, se
soltó de su mano y colocándose frente a él le abrazó, cobijando su rostro en su
cuerpo. Se quedó muda, intentó hablar pero el sonido aunque lo pronunciaba no
salía. Sus lagrimales comenzaron a soltar al principio débilmente pero la
intensidad aumentaba hasta terminar sollozando abrazada a su profesor, en medio
del paseo mientras la tarde caía y el
sol dejaba de dar tonos y colores a las formas. La luz del paseo permitió con
otros tonos recuperar algo los colores, las formas de los objetos y personas.
Permanecieron inmóviles, insonoros, ajenos a cualquier circunstancia fuera de
sus ondas más próximas. Habían bajado a la playa y una gran ola los mojó hasta
la cintura. Sacando a la pareja de aquel letargo. Comenzaron a reír, mientras
perdían contacto con el suelo. Al recuperar sus pies la arena aguantaron la
resaca de ese fenómeno provocado por la mar. Permanecieron firmes en el suelo,
hasta que el agua se retiró. No sin esfuerzo consiguieron rescatar sus pies
hundidos en la arena. Subieron al paseo, se sacudieron, enjugaron sus lágrimas
con un gran pañuelo blanco que Julián sacó de su bolsillo y fueron al encuentro
del vehículo para regresar a casa, darse una buena ducha, cambiarse de ropa y
sentados en el salón conversar. Durante el trayecto a casa sus cabezas no
dejaron de funcionar, dándole vueltas al incidente de la playa. Pero no se
rompió ese silencio casi pactado por ambos. Pactado con ese lenguaje único,
secreto, mágico de aquel rincón del mundo, de un cantón de Costa Rica perdido
en el sur este del país.
Al salón llegaron casi al unísono, como si así lo pactaran de antemano.
Se sentaron uno junto al otro, con sus muslos rozándose, percibiendo la
fragancia del gel, champú, suavizante o colonia empleados para el aseo personal.
Con sus rostros reflejando una felicidad sin freno, con la sonrisa en las
comisuras de los labios, tranquilos. Como si se hubiesen confesado uno con el
otro, sin ocultar secretos, sin tapujos, expresando llanamente lo que sentían,
oían o tocaban. Con sus respiraciones pausadas, rítmicas y sus corazones
latiendo acompasados como dos instrumentos de percusión de una orquesta. No
habían cenado, pero la comida había sido copiosa, amen que en esos momentos lo
que menos deseaba uno u otro era ingerir nada. En el salón con ese ambiente
cargado de ternura, de cariño, de afecto sin límites, de un silencio
confortador. Ninguno se atrevía a romperlo no fuera que esas ondas que captaban
a través de la piel, del cerebro, de los ojos, de sus oídos, se desvaneciera y
la magia existente en el palacete desapareciera. Sus miradas clavadas en
aquella gigante pantalla apagada de televisión donde cada uno podía ver las
imágenes que sus pensamientos ocupaban. Disfrutando, recreándose,
involucrándose, compartiendo con la otra persona que observaba, como si
estuviese visionando su vida real, inmersa en la irrealidad, para sentirla,
oírla, verla como la misma realidad deseada por cada uno.
Su imagen con Julián compartiendo sus vidas. Perdidos en aquella poza
del Usekör, inmersos en ella mientras sus cuerpos con el vestido del
nacimiento se enredaba uno en el otro. Arrebatando, al anciano Bribri, su
nido para hacerlo suyo en aquel rincón de la Naturaleza donde Dios se olvidó de
llevarse ese trozo del paraíso. Compartiendo su amor en aquellos artilugios
flotantes que se mecían al ritmo de su amor. Cada vez las imágenes eran más
reales, las sensaciones increíblemente veraces y toda la magia que envolvía el
habitáculo le hacía sentirse la mujer más dichosa de la tierra. Su mente en
blanco de todo lo externo, incluso de Julián que en vez de tenerlo a su lado lo
veía reflejado en la pantalla junto a ella y aquella película, aquel sueño se
reproducía con una veracidad patente.
Él en el mismo estado que su compañera, pero
sus imágenes regresaban décadas atrás. En aquella playa levantina, junto a Anki,
llorando, riendo, besándose, arropándole, acariciándole, consolándose
mutuamente. Disfrutando de cada segundo, de cada milésima, de cada millonésima
de segundo para que costara más y el placer de estar juntos lo saborearan en
cada fracción de esos números del segundo. Contemplaba el cese de sus llantos
tras la confirmación que le quería como a nada en el mundo pero que no se lo
confesó por no hacerle sufrir. Pero se había dado cuenta que aunque sufrieran
un poco los dos, el placer de su amor compensaría con creces dicho dolor. Como
abrazados, sus rostros cambiaban de expresión, para disfrutar del tiempo que
les quedara. Para compartir cada milésima de centímetro cúbico del aire. De absorber
una tras una cada caloría transmitida por su cuerpo.
A la vez se despertaron de su letargo,
estaban completamente a oscuras, se dieron la mano, se levantaron y juntos
llegaron al interruptor de la luz para prenderlo, entrar en la cocina y
prepararse entre los dos una cena ligera.
Se metieron en la cama con el deseo de recobrar las imágenes de esa
tarde noche. De conectar con ese mundo mágico que hacía realidad sus deseos.
Pero los dos se durmieron sin éxito.
Ese viernes Julián se dejó caer por Victoria, en concreto por la
facultad donde tantos años de su existencia dedicó a la enseñanza. Se
reencontró con viejos compañeros de trabajo y con algún que otro ex alumno que
andaba metido en los equipos de trabajo de la facultad. Todos mostraron su pesar
por no seguir con ellos se había notado en demasía su ausencia. Pero trató de
quitar importancia alegando que los recortes habían sido considerables y por
tanto bastante normal que no pudiera funcionar como cuando si se contaba con un
buen apoyo económico. No estaban de acuerdo, sabían del valor de aquel profesor
pero iban a estar unas horas juntos y no era el momento de perder el tiempo sin
aprovechar alguna lección de aquel magistral maestro. Les confesó a lo que se
dedicaba y muchos quedaron asombrados.
¡Perdido en la
selva”!
Pero conforme les iba relatando su modo de vida comenzaron a dudar que
su calidad de vida no fuera muy superior a la de ellos. Le consultaron algunas
cosas a las que colaboró sin poner el mínimo pero, comprometiéndose en aclarar
otras que en esos momentos no se atrevía a aventurar. Era el de siempre,
dispuesto a colaborar y ayudar a quien se lo pidiera. Comió con varios de sus
ex compañeros y a media tarde recuperó la conducción de su vehículo para
regresar a casa.
La sorpresa le atenazó al entrar en el salón y ver a Andrea que atendía
a un matrimonio de ancianos a los que acompañaba un joven. Se trataba de los
padres de aquella extranjera, de aquel amor que llenó su vida, que le dio la
respuesta a su existencia. Debían andar cerca de los noventa años y aún tenían
capacidad para levantarse de los sillones, estrechar su mano mientras las
lágrimas empañaban sus cansadas miradas. No andaba muy descarriado, el anciano
contaba con ochenta y seis años y ella no llegaba a los ochenta y cinco. El
joven que los acompañaba contaba con treinta y ocho. Hijo del matrimonio y
hermano de la mujer de sus sueños. Seis años después de la muerte de su hija
tuvieron aquel varón. Sus mentes lucidas, torpes de movimientos, pero disfrutó
de una velada encantadora. Se instalaron en un hotel cercano desplazándose a
España con el único propósito de visitar a Julián antes de abandonar este
mundo. No habían tenido contacto desde que los visitó dos años antes del
nacimiento de su hijo. En más de una ocasión se quiso poner en contacto con
ellos pero volvía destrozado, eran demasiados recuerdos y dejó de visitarlos.
Al cambiarse de casa para estar mejor atendidos por su hijo, encontraron
una caja llena de notas de Anky y en su tapa un mensaje que rezaba:
“Este es mi legado
para mi amor eterno. Son escritos realizados en ese tiempo que nos robaron y mi
deseo es que Julián los pueda recuperar leyéndolos”
Los ancianos no hacían otra cosa que cumplir con la voluntad de su hija.
Hacía más de un año que encontraron la caja, pero no localizaban su dirección.
Estuvieron revisando papeles, documentos y por fin lograron su dirección por
una antigua amiga de su niña que se la proporcionó al enterarse que andaban
investigando sobre el asunto. Eso había acontecido hacía escasamente dos
semanas. Julián les mostró la coincidencia, pues en la actualidad residía fuera
de España. Solicitó unos minutos para encargar mesa en su restaurante favorito.
A la mañana siguiente muy temprano regresaban a su país y deseaba invitarlos.
Tomó aquella caja de no más de cincuenta por veinte, por diez centímetros y
como el mayor tesoro lo portó a su despacho, retiró un cuadro con el retrato de
su madre cuando contaba con veinticinco años, y descubrió una caja fuerte. La
pertinente contraseña y tras abrir su puerta deposito con increíble suavidad
aquella caja. Volvió a cerrar y a colocar el cuadro, para regresar con sus
invitados. En un principio pensaron que aquella criatura era hija suya pero se
había encargado de sacarles de la duda. En más de una ocasión estuvo a punto de
derrumbarse, pero supo sobreponerse y mantener la compostura. En el coche de
Julián se acercaron al restaurante. Dejaron el coche en el parking y entre su
hijo y Julián les ayudaron a llegar hasta el comedor. La velada estuvo llena de
recuerdos, llena de agradecimientos, de nostalgia del pasado y los mejores
deseos para aquel hombre que dedicó seis meses de su vida por completo para que
su hija pudiera dejar el mundo en paz, feliz, a pesar de los pesares. Ese
hombre supuso un gran apoyo para su hija. Permitiéndole mitigar el dolor de la
enfermedad y prepararse para la eternidad con sosiego, fe y con la esperanza de
reunirse de nuevo tarde o temprano con aquel joven que había supuesto la razón
por la que ella había llegado a este mundo y la sola presencia de su persona
compensaba todo sufrimiento. De nuevo durante esa cena estuvo a punto de
desplomarse, pero en el momento oportuno se encontró con la mano de Andrea que
al darse cuenta tomó su mano dándole esa dosis de fuerza para contenerse.
La pareja quedó con el matrimonio e hijo en acompañarles al aeropuerto.
Dos horas antes de su vuelo se personaron en el hotel para recogerlos y
llevarlos hasta la terminal.
Al entrar en el palacete, era tarde, debían descansar. Mientras Andrea
se metía en su habitación fue directo al despacho. Lo había deseado desde el
momento que le confesaron el motivo de su visita. Estuvo tentado a descubrir el
contenido de aquella caja en cuanto se la dieron pero supo controlarse. Ahora
no había nada ni nadie que se lo pudiera impedir. Tal vez el cansancio, pero
estaba convencido que no podría conciliar el sueño de no desvelar los secretos
que aquel paquete de escasos diez mil centímetros cúbicos. Entró en el
despacho, se sentó en su sillón realizó cinco respiraciones profundas, tratando
de calmar su ansiedad y luego inmóvil permaneció por espacio de tres minutos.
Se levantó y sintió como las piernas le temblaban y sus constantes vitales
volvían a acelerarse. Consiguió mantenerse en pie, retiró el cuadro y con una
parsimonia, como si dudase de la contraseña fue poniendo un número sobre otro
hasta concluir la clave que le permitía abrir la caja fuerte. Con extremada
lentitud,
¡Pura vida!”
El slogan de Costa Rica acudió a su mente en ese preciso momento. Dejó
la caja abierta, mientras sus manos violaban el espacio interior de la caja
fuerte en busca del éxtasis. Cuando sus manos acariciaron aquella caja, sintió
la suavidad de sus manos. Sin duda ella también la había cogido y ahora la
magia le permitía sentirlas. Un nuevo sobresalto de sus constantes vitales
recorrieron su cuerpo desde la coronilla hasta el dedo gordo de su pie
izquierdo, inundando todas sus células de un placer solo comparable cuando años
atrás sus cuerpos con la vestimenta del nacimiento se enredaban en uno solo
para sentirse, saborearse, degustarse, escucharse, embriagarse de ese amor que
les había unido y que era preciso aprovechar cada instante para convertir el
segundo en millones de momentos placenteros, los minutos en día y los días en
años. Llegaron a confesarse que si llegaban al mes debían convertirse en
siglos. Y su amor duro seis siglos.
¡Dios!
Exclamó al tiempo que lloraba como un chiquillo. Elevó la reliquia
sagrada para que sus lágrimas no malograran el legado de su amada, almacenado
en esa caja. Depositó aquel tesoro sobre la mesa, se reclinó en su sillón y
reanudó el llanto. Dio tiempo al tiempo, con aquel desahogo que le permitiría
coger fuerzas para poder contemplar su contenido. Dejó su alma al cuidado de
aquel tesoro y su cuerpo abandonó el despacho para entrar en el servicio y tras
darse una buena ducha regresar con su alma, que fiel a sus ordenes le aguardaba
vigilante del tesoro encomendado. De nuevo esa magia de Puerto Viejo invadió el
recinto y un velo negro cubrió aquel bien iluminado despacho. Mientras que la
única luz existente, tenue, dulce, en penumbras iluminaba la caja. Con cierto
temor, no sabía dónde se encontraba, no sentía el sillón que sin duda
sustentaba sus posaderas y con ellas todo su cuerpo, con respeto, pero
especialmente con un amor infinito hacia lo que significaba aquello. Destapó la
caja, depositando la tapa sobre lo que suponía era la mesa del despacho y su
interior le ofrecía una serie de cuartillas. Con toda seguridad el contenido de
aquella caja no había sido explorado desde que su amada la cerró. Su mano
derecha se tomó la libertad de romper su intimidad y tomó el primer folio,
plegado en dos, lo sacó al exterior, se reclinó de nuevo sobre el sillón y con
parsimonia ceremonial fue desplegando el folio para desvelar su contenido.
Te acuerdas mi
amor, lo escribimos juntos.
Eran las primeras palabras escritas sobre ese papel, un pequeño puchero,
controlado para evitar derramar lágrimas y malograr su contenido. Era una
especie de declaración de principios que realizaron entre los dos, mientras
tumbados ante el impresionante lago cercano a su localidad lo escribían y
rezaba en los siguientes términos.
Vente conmigo mi vida,
vente conmigo mi amor.
Te ofrezco, junto al
mar, un hotel de mil estrellas.
Donde al llegar la
noche en sus playas doradas haremos vivaque.
Y cuando el frió
apriete mi amor,
Yo te daré calor, yo te
daré calor.
No quiero un coche
veloz y sin frenos.
Te ofrezco junto a mi
unos pasos serenos,
Mientras nuestros pies
se mojan
Con las olas de un mar
sereno.
No quiero vivir en una
colmena de cemento,
Te ofrezco un inmenso
espacio azulado,
Que al llegar la noche
se tornará estrellado.
Renuncio a los manjares
de alta cocina,
Para ofrecerte los
frutos del bosque
Que juntos iremos
buscando.
No quiero la música de
marketing en lata.
Prefiero el concierto
del campo
Para percibir sus notas
abrazados,
En sus verdes prados.
No quiero una caja
cerrada, con sofás de cojines.
Te ofrezco un tronco de
pino en el espacio libre,
Donde juntos podamos
platicar.
No quiero lechos
mullidos.
Te ofrezco dos palmeras
junto al lago,
Donde en una hamaca
junto a mí descansarás.
No busco un premio
Noble.
Ya que en cada beso me
lo das.
No busco ni paraíso ni
cielo,
Fue finalizar su lectura y a
punto estuvo de malograr aquel escrito. Nunca lo calificaron ni de poesía ni de
canción, eran sus sentimientos, sus deseos de compartir una vida siguiendo esas
normas que los dos adoraban. La vida libre, sin trabas, sin leyes, sin normas,
sin masas. Una vida de entrega a los demás, un canto a la libertad. Un lloro a
su injusto tiempo de amor. Un canto a lo sencillo. Retiró la hoja al tiempo que
la plegaba y con sumo cuidado levantó el resto de anotaciones para ponerla
debajo de todas. Luego tomó su tapa, cerró la caja, la guardó, decidiendo que por
esa noche tenía bastante. Fue a su habitación cruzando el servicio, donde se
detuvo para lavarse la cara y descargar aguas menores. Volvió al lavabo para
enjabonar las manos y cruzó el umbral de su habitación. Iba a retirar la
cubierta cuando el despertador sonó. Sonrió, regresó al aseo, se duchó y cuando
salía tenía su desayuno preparado. Andrea se sobresaltó al verle las ojeras que
llevaba, pero comprendió de inmediato lo sucedido esa noche y sin hacer el
mínimo comentario le besó y desayunaron. Aparcaron el coche en la entrada del
hotel y vieron de inmediato como el matrimonio y su hijo, salían a su
encuentro. Fue ella la que bajó del coche para ayudar a subir al vehículo al
matrimonio, mientras Julián atendía el maletero para acoplar el equipaje de los
viajeros que habían portado los empleados del hotel.
Un fuerte abrazo en la puerta
de embarque despidió al matrimonio e hijo de aquella pareja.
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