martes, 28 de junio de 2011

NEGRITA PURA VIDA CAPITULO 1 LA OSCURIDAD

- CAPÍTULO I -

- LA OSCURIDAD -

La sonrisa se dibujó en su rostro, mientras la llave giraba en la puerta de la vivienda y su sentido del oído percibía las notas que envolvían de sensualidad, dulzura y armonía el chalet. Fue directamente al despacho recostándose en su sillón, frente a la mesa, para encarar su mirada y su corazón, hacia la puerta del servicio, abierta de par en par, con acceso a dos habitaciones de la casa. El dormitorio de matrimonio y el despacho.
La melodía de Fernando Delgadillo,”LA BAÑERA”, se escuchaba con claridad. Repitiendo la letra mentalmente contemplaba a su esposa, con la esponja rebosante de espuma, acariciando su cuerpo. Una ola de sensación, le recorrió desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla al descubierto de su incipiente calvicie, mientras un torrente de felicidad le puso la piel de gallina, erizándole todo el vello de su cuerpo y alguna cosilla más. Llegó a llenarlo hasta tal punto que toda esa carga emocional obligó al líquido salado a salir por los lagrimales de sus grandes ojos azules.
Las primeras gotas, cargadas de una dicha sin freno, se deslizaban por su castigado rostro. Emocionado, enamorado y aumentando su pasión con cada nota de su melodía preferida. El último acorde no había finalizado cuando se levantó. Fue directo a la bañera, retiró la mampara, para entrar completamente vestido. Ni siquiera se llegó a descalzar.
Cerró de nuevo la lámina de cristal y se fundió con el cuerpo de su mujer, para sumergirse en un océano de sensaciones. Ella inició, con la dulzura acostumbrada, el ritual de ir desflorando, pétalo a pétalo la ropa que cubría su cuerpo. Mientras la mirada la clavaba en la de él y su asfixiante sonrisa le confesaba sin una sola palabra todo el amor que le profesaba.
……………

Lo consiguió. Ahora nada se interponía en su camino de ascenso al anhelado puesto de Vicepresidente de la entidad. Cincuenta años de sacrificios, de explotación, de zancadillas, de incomprensiones, de muros, de engaños, de falsas promesas, de dedicación exclusiva. Jornadas de quince a dieciocho horas, en sus primeros años.
Ahora, en la cresta de la ola, y a pesar de los logros obtenidos por los sindicatos, no distaba mucho su jornada laboral de sus comienzos. ¿Vacaciones? No conocía la palabra. Para ser mas preciso no dispuso más de dos días seguidos de relax, en sus primeros cuarenta años de dedicación al Banco. Pero hay algo más. Su mente estaba sometida a la esclavitud de su trabajo en esas horas de descanso.
Regresaba de Houston tras una última semana de duras negociaciones.
El resultado no lo esperaba ni el más optimista de la empresa. Es más. Él seguía incrédulo al éxito obtenido. Fueron quince días agotadores, donde la tensión no le dejó descansar por las noches.
Primero lo achacó al cambio horario, pero conforme pasaban los días el cansancio se iba acumulando. Ahora regresaba en su vuelo de Iberia, destrozado pero con la satisfacción del trabajo bien hecho. Con la certeza de alcanzar la cima. Mas arriba, al menos en la empresa, era imposible.
Pensaba en Ana, su compañera, su mujer, su primera y única relación. Se conocían desde los catorce.
Diez años de interminable noviazgo, en la época de la posguerra española. La dirección de una sucursal y el préstamo para su pisito en la capital de provincias, con su correspondiente y sangriento interés, les permitió casarse después de esa década de casta relación.
Consecuencia de la educación recibida. Su primera noche, juntos en la intimidad, fue increíble, sublime, inolvidable.
A pesar de sus torpezas, de sus desconocimientos, de su ignorancia en un terreno solo investigado por preguntas a los amigos, o lecturas, con el consiguiente cargo de conciencia por leer “esas cochinadas” como solía decir su guía espiritual Don Pedro. Cómo se escandalizaría si le contara sus noches de pasión con su mujer.
En su mente, su vida viajaba a la velocidad de la luz. Al tocar tierra solo anhelaba pasar la aduana y fundirse con Ana. Todo absolutamente todo lo hacía pensando en ella. Era su oxigeno, su alimento, su sangre, sus ganas de vivir. Dentro de unos minutos la tendría formando un solo ser. Sintiendo el calor de su cuerpo, la fragancia de sus cabellos, la suavidad de su piel, la ternura de sus pechos, algo caídos últimamente, oprimiendo el suyo, pero despertando su pasión tanto o más si cabe como aquella primera noche.
Pasó el control aduanero, recogió su maleta y las puertas corredizas le iban a permitir recrearse con la razón de su existencia. Pero ante su asombro y estupefacción se encontró cara a cara con el rostro desencajado y lloroso de su pequeña Anita. A su lado abrazándola y dándole consuelo su yerno Carlos. Un sudor frío inundó el último rincón de su alma. Todas las expectativas que le acompañaban desaparecieron y un dolor solo sufrible se adueñó de su cuerpo y espíritu por igual.
Recibió el abrazo y consuelo de su niña. Su única hija fruto de su matrimonio.
Anita, rondaba los treinta y pico, era la misma imagen de su madre. Alta, delgadita, demasiado para el gusto de su padre, pero con esos ojos verdes increíbles y esa sonrisa que lo ahogaba de felicidad.
No hubo ni una sola palabra. Lo sabía. Comenzó a llorar como un chiquillo sin posibilidad de detener el llanto. Ni ganas de hacerlo. “Ana, mi dueña, mi reina, me has dejado”.
Mientras él subía al avión en Houston un infarto robó ese soplo de vida a su mujer. Nada se pudo hacer.
Abrazado a su pequeña abrió sus grandes ojos azules, ahogados por las lágrimas, cuando pudo distinguir a la plana mayor del Banco.
Un sofoco indescriptible se adueño de su ser y las palabras surgieron sin necesidad de componerlas.
- ¡No! Dios mío. ¡No por favor! ¡No quiero ver a nadie!
De nuevo unos profundos pucheros interrumpieron su respiración pero pudo articular su voz
- Adiós mi amor. Encárgate de todo mi niña yo no puedo. No puedo.
Mientras un llanto aterrador acompañaba su huida. Como un poseído, dejó su maletín, su ordenador personal y su equipaje. Para alcanzar la puerta sin hacer caso de las llamadas reiteradas de su pequeña, de su yerno, del presidente y directivos del banco. En el primer taxis libre se subió rogándole abandonar aquel lugar lo antes posible. No le importaba donde.
- Póngalo en marcha. Quiero huir de aquí. Elija usted el destino.
Recostado en los asientos traseros, prosiguió su llanto. Pero ahora lo interiorizaba. Solo las lágrimas se deslizaban por sus arrugadas mejillas para ser recogidas por el pañuelo blanco con sus iniciales bordadas a mano por su mujer. Otras con más virulencia, en su huida de los lagrimales, morían en su traje de etiqueta italiano.
Confeccionado a mano y a medida por un sastre de Cagliari, de su misma quinta.
Amigo personal desde su juventud, cuando trabajaba, barriendo las playas levantinas, para conseguir algún dinero extra durante los fines de semana, principalmente en verano.
Pietro había ido a pasar sus vacaciones y para costearse el viaje y la estancia, trabajaba de camarero en un chiringuito de playa. Allí se conocieron e hicieron amigos.
Circulaba por la autopista del Aeropuerto en dirección a Madrid. Cuando al ver la desviación de la autopista, A II, rompió el silencio.
- ¿Puede llevarme al parador nacional de Bielsa, en Huesca?
El taxista se quedó helado. De lléveme a donde quiera a terminar en el norte de la nación. Se quedó pensativo unos segundos para responder a continuación.
- Permítame realizar una llamada telefónica y se lo confirmo de inmediato.
No le pasó desapercibida, la capacidad económica de su cliente. Sin duda ese día ingresaría unos euros extras en su mal trecha economía del mes. Cogió el móvil y tras conversar con la familia comentó.
- Señor por mi parte el único inconveniente es mi falta de solvencia en estos momentos para el carburante del vehículo.
- Olvide el problema. Está resuelto. Cuando tenga que repostar lo abonaré personalmente. Es más, estoy dispuesto a darle doscientos euros adicionales a la tarifa correspondiente. Me haría un gran favor si me condujera hasta allí ahora mismo.
No se lo tuvo que pensar mucho al principio pero desde luego, tras la oferta lanzada, ni lo dudó. Si todo marchaba bien esa misma noche podría estar de regreso con los suyos.
Trató de conversar con el cliente pero al notar su reticencia al dialogo optó por pedir permiso y conectar la radio.
En las inmediaciones de Zaragoza se detuvieron a repostar, aprovechando la parada para llenar sus estómagos. Mejor dicho. El chofer. Pues Gonzalo solo se tomó un té frío con un analgésico. Odiaba el té y sin embargo se lo tomó sin hacer la mínima mueca de rechazo. Incluso dio la sensación de disfrutarlo mientras lo ingería. Al reanudar el viaje, recostado en los asientos posteriores, recapacitó sobre su petición en el restaurante.
Una sonrisa mezclada de una nueva ducha salada se apoderó de su rostro. Recordaba cuando viajaba con Ana y se detenían a tomar algo. Ella siempre se pedía un té. De nuevo el pañuelo. De nuevo sus iniciales bordadas por aquellas manos que habían acariciado su cuerpo. Aquellas manos que tanta pasión despertaba en su castigado pero aun bien conservado tipo. Había sido un atleta y a pesar de la edad su cuerpo no había perdido demasiado. Por contra su rostro si delataba los sesenta y cuatro años que tenía.
Recordó el último consejo del Banco dónde le propusieron para Vicepresidente.
Donde acordaron y aceptó encantado no jubilarse y proseguir en su puesto hasta que el cuerpo aguantara. Pero ahora aquello era agua mojada. No volvería a pisar el banco. Su hija y su yerno se encargarían de todo. Adoraba a la pareja a pesar de esa espinita clavada en su corazón, en su sueño por ser abuelo. No les había proporcionado descendencia. Ana. Anita, era un encanto de hija. Cuanta razón tenía cuando en multitud de ocasiones le comentaba que dejara el banco y se dedicara, a disfrutar la vida con mamá.
Y ahora, de nuevo la tristeza inundó su alma. Los lagrimales volvieron a empañar su dulce mirar, apagando su tonalidad azul. Un nuevo sofoco congestionaba su nariz. De Carlos su yerno, solo podía expresar virtudes. De haber tenido un varón sin la menor duda le hubiera gustado que fuera como él. Discreto, un fuera de serie en ese mundo no menos duro de la abogacía. Atento hasta límites increíbles con su mujer, pero también con ellos. Había llevado algunos casos del banco, pero nunca le había hecho mucha gracia y así se lo expresaba.
Pero era pedírselo su padre político y era incapaz de negarle nada. Siempre salió airoso en esos casos y eso que eran verdaderos “muertos”. La entidad le llegó a pedir hacerse cargo del bloque más importante. Pero lo rechazó siempre. No le gustaba trabajar con esa gente. Siempre y en el ámbito familiar comentaba con su suegro que se estaban aprovechando de él. Estaba convencido que el puesto de Vicepresidente se lo había ganado su suegro, hacía mas de veinte años y aun lo tenían así.
Don Gonzalo era la tabla de salvación de la entidad financiera. Cuando un problema les estaba ahogando se lo daban a él para solucionarlo y luego las medallas se las colgaban otros.
“Don Gonzalo con lo inteligente que es como se puede dejar manipular por esos buitres”. Esa frase se la había oído decir en varias ocasiones a Carlos, y siempre, como no, corroborada por su pequeña.
Ana, su mujer jamás le hizo un solo comentario sobre el trabajo. Las decisiones que tomaba él en ese campo las aceptaba y punto final. “Lo acepto y punto”. Otra de las frases gravadas en su cerebro. Cuantas veces escuchada cuando madre e hija dialogaban sobre el tema. “Cuanta razón tienen”. Meditaba para inmediatamente reflexionar. “Pero en mi vida siempre he sido fiel a mis principios, sin importarme ni los aplausos ni los reconocimientos, ni las broncas. Lo fundamental, cuando se levantaba cada día, era poderlo hacer con la cara bien alta. “Pero ahora sin Ana, nada tiene sentido. Ni siquiera mis principios”. “No volveré al banco”
- Señor. Hemos llegado.
Sus meditaciones y recuerdos le habían llevado a olvidar el tiempo, el espacio, su situación. Pidió disculpas. Abonó lo acordado y aun dejó caer otros doscientos euros extras para el combustible de regreso, la cena y algún detalle para su mujer por raptarlo durante todo ese día.
Fue cruzar el umbral de recepción cuando el empleado del mostrador avisaba a su compañero con el propósito de poner sobre aviso al director de la presencia de don Gonzalo.
Inmediatamente abandonó su puesto y se apresuró a darle la bienvenida. Todo fueron atenciones y desvelos en la dependencia hostelera. Era temporada alta.
No quedaba ni una sola habitación. Pero dispuso de una antes de darse cuenta. En concreto la del director del centro. La arreglaron en un abrir y cerrar de ojos. Mientras los efectos personales del directivo los trasladaron a una pequeña fonda cercana al Parador. Ni llegó a darse cuenta de toda aquella maniobra increíble.
Pues el directivo sabía a ciencia cierta que de sospecharlo no lo habría consentido. Lo conocía a la perfección. Su esposa y él solían pasar algún fin de semana por allí para realizar su ansiada caminata al círculo del Marboré, al mismo Monte Perdido, o darse un paseo por el valle del Añisclo. Algunos de los más comprometidos consejos de dirección de la entidad bancaria, donde don Gonzalo era uno de sus directores generales, se celebraron en largas jornadas de trabajo en el Parador.
Cuando entre lágrimas don Gonzalo notificó al director y empleados cercanos el fallecimiento de su mujer. No se pronunció ni una sola palabra. La sorpresa atenazó a los más antiguos. Especialmente a ellas los ojos se les humedecieron, mientras el director se fundía en un abrazo con él. Don Julián captó de inmediato en que circunstancias se personaba don Gonzalo. A los sesenta minutos disponía de un pequeño equipaje para solventar las primeras urgencias al menos en los tres o cuatro días siguientes.
Pijama, zapatillas, utensilios de aseo, un traje, ropa interior, calcetines, camisas, corbatas, algún que otro pantalón corto y varios polos. La sonrisa se dibujó en su castigado rostro, cuando se personaron los empleados del parador, en la habitación para entregarle todo lo necesario. Dio las gracias y trató de dar algún que otro billete pero con una amabilidad fuera de lo común rechazó la propina. Tenían prohibido por su jefe aceptar nada.
Les agradeció todas las atenciones y de inmediato abandonó el cuarto en busca de don Julián para personalmente darle las gracias. Regresaba a su habitación cuando desde recepción le hablaron.
- Don Gonzalo. Si desea cenar en la habitación, daré la orden oportuna.
Mostró su aturdimiento por tanto desvelo pero no iba a cenar. Un simple café con leche con alguna pasta.
- Poco café, mucha leche fría y un par de galletas, por supuesto.
Gonzalo comprobó que no olvidaban las costumbres de sus clientes. Telefonearía a su pequeña y se metería en la cama para tratar de dormir un poco. Pues con el cambio horario y lo sucedido estaba destrozado. Antes de regresar a su cuarto rogó a don Julián la máxima discreción sobre su presencia en el Parador. Deseaba aislarse de todo el mundo. No le debían pasar ninguna llamada, salvo que fuera de su hija.
El director puso sobre aviso a todo el personal sobre los deseos de don Gonzalo y un nuevo abrazo no exento de alguna lágrima dio por concluido el encuentro.
- ¿Anita?
Un ¡Por Dios! Acompañado de un torrente de lágrimas se escuchó al otro lado del teléfono. Unos minutos de un silencio confortador que despejaban todo temor y suposiciones para inmediatamente lanzarle casi atropellando sus palabras, no exentas de tensión y nerviosismo.
- ¿Estás bien Papá? ¿Estás bien?
Su voz se entrecortaba. La angustia, la desgracia, la tensión, las circunstancias. No eran para menos.
- ¡Tranquila! Anita, ¡Papá esta bien!
Gonzalo pudo escuchar a su yerno tranquilizando a su niña e interesándose por él.
Poco a poco la conversación fue ganando en serenidad, en ternura en comprensión. Hablándose en tono muy bajito, como temiendo ser descubiertos, pero captando perfectamente todo el diálogo.
El dolor lo reservaron para la intimidad. Antes de finalizar la conexión Anita le suplicó.
- Está bien papá me haré cargo de todo. Descuida. Pero por Dios no cometas ninguna locura. Te quiero.
Pronunciar la frase, le costó una eternidad. Dos causas justificaban su temor, y su angustia en lanzarla. En primer lugar, el llanto le impedía coordinar las palabras correctamente, y en segundo término su falta de seguridad, en si debía o no decirla. Había estado y continuaba algo desesperada.
Su madre y ahora su querido papi, no fuera a cometer una tontería.
Gonzalo se asustó al captar tanta ansiedad y no dudó en tranquilizarle.
- Mi niña. No te preocupes sé que he perdido media vida. Pero me queda la otra mitad. Tú. Y no voy a permitir por nada perderla. Te quiero.
Una pausa para separar sus dos inquietudes y se lanzó.
- Sé que mi actitud no es lógica. Es cobarde y lo sé. Pero también estoy convencido de no poder soportarlo. Sabes mi tesoro que precisamente la vida social no es mi fuerte y en estas circunstancias muchísimo menos.
Unos segundos para controlar los pucheros y poder continuar la conversación. La reanudó con un agradecimiento y una suplica.
- Os agradezco vuestra comprensión. Hacedme un favor más. No desveléis mi paradero.
Nueva pausa para enjugarse la humedad de los ojos y poder seguir vocalizando sin romper la conversación.
- Cuando tengáis sus cenizas veniros y haremos nuestro funeral en la montaña como... deseaba… mamá.
Las últimas palabras le costó Dios y ayuda pronunciarlas y de nuevo el diluvio salado.
Comprendieron a Papá. Lo conocían demasiado. Un funeral tradicional, con toda esa gente, lo volvería loco, irrecuperable. A ella le hubiera gustado tenerlo a su lado pero era algo más fuerte para esas circunstancias y se sentía orgullosa de poder ayudar a su papi en un trance como aquel. “Además”, comentó con su esposo, “el verdadero funeral se lo haremos junto a él en el cilindro del Marboré. Allí en las cumbres donde tanto disfrutaba mamá”.
Se abrazó a Carlos y se puso la mascará para afrontar la jornada que le esperaba. Sabía que debía ser fuerte. Ni una lágrima se le escaparía hasta estar en familia. En la montaña. Se creció. Ahora se sentía orgullosa, con fuerzas de poder hacer algo por su querido Papá.
Lloró, tras colgar el teléfono, sentado en el sillón frente al televisor apagado. Cuando se escurrieron sus lagrimales se desnudó. Se puso el pijama y se metió en la cama con la seguridad de no conseguir conciliar el sueño.
Pero al cuarto de hora dormía. Se despertó en más de cinco ocasiones pero siempre logró recuperarlo. No llegó a dormir en exceso. Cuando se levantó estaba mucho más relajado pero especialmente descansado. Desayunó poco pero ingirió alguna que otra caloría.
Dejó a sus espaldas el Parador para caminar por el sendero que solía tomar cuando disponían de tiempo. Anduvo toda la mañana. Se detenía para refrescarse, para llorar, para contemplar el paisaje, pero sobre todo para recordar.
Tenía la sensación de haber desperdiciado tantos momentos, para dedicarlos al banco. Su yerno tenía razón. Había desaprovechado demasiadas horas en esa maquinaria, insensible, diabólica, deshumanizadora que ejercía una atracción inconsciente pero constante. Envolviéndote en su dinámica y ese mismo rodillo te llevaba a olvidar hasta lo mas intimo, lo mas personal, lo único que realmente importaba. La familia. Que estúpido había sido al no haberle dedicado ese tiempo.
Su sentido del deber, tan arraigado en su mente, con excelentes ejemplos en su padre o su madre. La educación recibida y la época que le tocó vivir tras una fratricida guerra le impidieron ver con objetividad la vida que había llevado.
Pero especialmente la vida a la que había arrastrado a sus seres más queridos. Ahora devolverle a Ana esos años perdidos era imposible. Ese sentimiento de culpa, de estupidez, le dolía en el último rincón de su ser.
Que egoísta. Que idiota. Que necio. Que vacía había sido su vida.
Se dejó caer sobre el prado que pisaba y reanudó el llanto. No era de tristeza como hasta el momento, ni de vacío, ni por la pérdida de Ana.
Lo hacía por su ineptitud, por su torpeza, por su escasa inteligencia. “Como he podido llegar a la cumbre con lo estúpido que soy”. Se repetía una y mil veces su mente. Se tumbó y ante sus ojos un firmamento azul se mostraba con todo su esplendor. Limpio, vivo. Una sonrisa acompañada de dos lágrimas, que se deslizaron por ambas partes de su cara para entrar cada una en sus orejas, le recordaron cuando lo hacía abrazado a Ana.
Comentando como La Naturaleza se mostraba en aquellos parajes del Pirineo. Ofreciendo esa tranquilidad, esa brisa, ese placer de percibir el silencio humano.
Un arrebato de ira hacia sí mismo le hizo levantarse. ¡ANA! Gritó con todas sus fuerzas para permanecer a continuación más de diez minutos sollozando, ahogado en dolor, en remordimientos, en solicitud de perdón. Jamás volvería a esa sangrienta maquinaria de hacer dinero.
Pero sobre todo, de exprimírselo a seres sencillos, trabajadores, con sus ilusiones hipotecadas por los malditos intereses.
Al llegar a un riachuelo se puso de rodillas para refrescarse. Llenó sus palmas con esas aguas, frías y cristalinas, para mojarse la cara, la nuca, el poco pelo que le quedaba. Ese placer refrescante le provocó nuevos recuerdos. Cuando jugaba con Ana a salpicarse en fuentes o riachuelos similares.
Escuchaba su risa. Percibía ese aroma inconfundible de la amada. Por su mano comenzó a sentir esa sensación cálida de la suya entrelazándose con la de él. Intentó abrazarla y esa magia desapareció quedándose en la soledad con la Naturaleza. Con su alma encogida, por mil sensaciones contradictorias.
Anduvo todo el día. Ni se acordó de comer y al llegar al Parador había oscurecido. Ante sus asombrados ojos Ana y Carlos se levantaban del sofá de recepción para abrazarse a su padre. De nuevo, Don Julián se quedó sin habitación.
La que había quedado libre esa misma mañana. No podía consentir que la hija de don Gonzalo y su esposo se quedaran fuera. Fundidos en un abrazo dejaron corretear alguna lagrimilla. Cuan confortable era el calor de la familia.
- Todo ha terminado. Y me alegro que no tuvieras que pasar por esta jornada. Te quiero papá.
Pronunciada la frase dejó de abrazar a Carlos para fundirse a solas con su padre. Mientras ella repasaba ese odioso día de saludos, de pésames, de condolencias sinceras o de etiqueta.
De soportar una y otra vez la misma pregunta. ¿Y tu padre? De buena gana los hubiera mandado a la mierda a todos. Él recordaba ese agradable día en la montaña. Con los recuerdos de su esposa. Absorbiendo el placer de respirar un aire oxigenado, puro, fresco y todo ello en un marco incomparable. El valle de Ordesa. Más de tres minutos permanecieron abrazados ante la retirada, discreta, pero cercana mirada de Carlos que los contemplaba emocionado. O esa mirada reveladora, del deseo de compartir el dolor, de los empleados de recepción.
Por fin él se separó para tomar las manos de su Anita y comentar.
- Perdóname mi tesoro por haberte dejado sola. Perdóname pero.....
No le dejó terminar la frase entrecortada y llorosa.
- Por favor papá no me seas bobo. Gracias a Dios que tomaste esa determinación. La jornada de hoy en Madrid habría terminado contigo y de rebote conmigo. Te quiero.
De nuevo un abrazo, con mas virulencia que el anterior aunque más leve, acompañado por sollozos cargados de dolor. Se fue a su habitación para darse una ducha, vestirse con ropa que le trajeron de casa, para bajar al comedor y cenar con sus hijos.

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