sábado, 15 de noviembre de 2014

UN AMOR ETERNO NACIDO CON LA CREACIÓN- TERCERA PARTE- ESTER- CAPÍTULO 1-

PRÓLOGO


 

 

   Al llegar a la madurez, no todo el mundo llega, me atrevería a asegurar que no más del dos por ciento lo consigue. El que logra se vuelve solitario, habla poco y escucha mucho. Es capaz de transmitir pensamientos, frases y deseos sin despegar sus labios. Sin necesidad de que sus cuerdas vocales se rocen para provocar ese maravilloso sonido que denominamos habla. Invito a mis amigos lectores a reflexionar un poco. A detenerse en estas líneas y analizar las palabras que componen este prologo. Acciones físicas tan sencillas como el roce de unas cuerdas proporcionando el habla. O el sonido lento pausado y rítmico de un pequeño órgano en forma de amor que late, late y late repartiendo vida. Acompasado con el lanzamiento de aire, precedido de una absorción nos permite con dos órganos gemelos y el anterior, en forma de corazón, a distribuir vida. Ahí es donde deseaba conducir a mis lectores, con su permiso, sin ánimo de controlar, o mandar, dando por sentado que lo hace voluntariamente, tras analizar la invitación. En las pequeñas cosas no solo está la vida. Está algo más profundo que la misma energía que nos mantiene. Los sentimientos de todo tipo, esa corriente que recorre todo nuestro ser y que nos distingue del resto de los seres vivos. No busquéis en las cosas grandes, porque allí solo encontraréis el bum de un momento. Mientras que en esas cosas simples es donde uno puede extraer la felicidad de su interior y saborearla fuera para compartir esa dicha consigo mismo o con otro ser que comparta nuestras ondas.

   Al llegar a la madurez, eres consciente que lo maravilloso de la vida son las cosas sencillas. Cuanto antes las descubras, antes alcanzaras la plenitud, la madurez.



CAPÍTULO PRIMERO EL EMBARAZO DE ANDREA

 



    El matrimonio llevaban dos años casados, el Mir lo habían finalizado y los dos con plaza en Donostia proseguían en el palacete de Julián cuidando aquel maravilloso anciano que a pesar de ir avanzando la enfermedad, gracias a los descubrimientos de la medicina natural habían logrado retardarla. Algunos movimientos, le faltaban la frescura pero especialmente la rapidez de antes pero seguía valiéndose por sí mismo.

   Era sábado y el matrimonio cenaba en armonía junto al personaje al que veneraban. Fue en los postres cuando Andrea arropada por Greet le confesaban que iban a ser padres. Julián dejó escapar unas lágrimas, su edad, pero especialmente la enfermedad, le habían ablandado. Se abrazó a Greet, que era el más cercano, para dirigirse hacía Andrea y fundirse con ella.

 

   - ¡Vas a ser abuelo!

 

   Sonrió. Ninguno era hijo suyo pero los quería como si lo fueran y aquella noticia le llegó al corazón.

   Aunque a Julián nunca le había gustado que entrara nadie en el palacete la iniciativa de contratar personal para el mantenimiento, limpieza y preparación de las comidas partió de él. Hasta la fecha Andrea arropada por aquella pareja de hombres que convivían con ella en la casa se las habían agenciado para que todo funcionara. No era menos cierto que el peso lo llevaba ella. Ahora en su estado no era cuestión de forzar y económicamente podían sin ningún problema. En un principio, conocedora de los gustos del anciano trató de retrasarlo pero Julián no lo consintió. Ese mismo lunes contactó con personal de confianza para que se hicieran cargo del palacete. Adquirió un par de adosados cercanos a la vivienda para instalar allí al personal de servicio del palacete, encargándose él personalmente de contactar y dirigir al servicio.

   Casi todos fines de semana sacaba la embarcación cuando la mar lo permitía y unas veces con los de casa, otras con su gran amigo y compañero olímpico, que a pesar de sacarle seis años se mantenía en unas condiciones envidiables, pasaban una de las dos jornadas en la mar.

   Por Costa Rica se dejaron caer con menos asiduidad pues el estado de Andrea aunque bueno, el ginecólogo le aconsejo no hacer viajes de esa duración de vuelo. Si se perdieron alguna vez por tierras de Greet y Julián aprovechaba la oportunidad para acercarse al acantilado y recordar tantos momentos maravillosos vividos junto a Anki.

  Su madre había fallecido y por Madrid no se solía dejar ver. Algún verano pasó por el chalet de Gandía para compartir un fin de semana con la familia directa, pero lo hacía únicamente por compromiso. No eran las personas con las que le gustaba compartir veladas a pesar de ser de su propia sangre. Tanto su hermana pero especialmente su esposo aunque siempre tuvieron un comportamiento exquisito con Julián sus formas y modales de vida no iban con su temperamento y forma de entender la vida.

   Los abuelos de Andrea rogaron que en cuanto naciera aquella criatura la llevasen a Costa Rica. Deseaban conocer al bebé pues no estaban ya para viajar. Por supuesto que se lo prometieron y aquellos ancianos antes de ir a dormir rezaban al Señor para que los mantuviese con vida hasta poder conocer a su biznieta.

   Las empresas de la familia habían adquirido una expansión internacional y pudieron ayudar a numerosas personas tanto del país centro americano como español.

 

  No con la frecuencia que le hubiera gustado pero Julián se dejó ver en varias ocasiones en los centros de enseñanza donde trabajó. Seguía colaborando con periódicos y especialmente con la facultad de Victoria. Había sido un enamorado de su profesión y ahora sin ninguna obligación aparente seguía haciendo sus pinitos con artículos y alguna que otra investigación en la que colaboraba o bien con el profesorado o con alumnos preparando trabajos de fin de carrera.

   En el palacete la habitación continua a la que compartían Andrea y Greet se reformó por completo para prepararla para el nuevo ser que en menos de un mes tomaría posesión de su habitación. Ella estaba radiante, inmensa, en todos los sentidos, pero especialmente en ternura, en belleza, en un amor sin límites hacía aquella personita que se movía en sus entrañas. Sentados en el salón contemplaba, con sus manos acariciando su abdomen, a su otro gran amor, aquel maestro al que veneraba. Se había dormido en el sillón y pudo leer en las expresiones de su rostro como seguía recordando a su gran amor, a su cuñada al fin y al cabo, aunque no llego a conocerle, era la hermana de su marido. Esos gestos de una felicidad sin límites que aquel anciano mostraba, le desvelaban que Anki andaba en sus sueños. Se pasó cerca de diez minutos contemplándolo hasta que se percató que otra persona hacía lo propio con ella. Al cruzar su mirada con su esposo, sonrieron. No hubo necesidad de romper el silencio de la sala en esa mirada se pudieron comunicar a la perfección. Se levantó, se puso junto a ella sentándose sobre el reposabrazos del sillón, para abarcar aquel vientre con sus manos. Esa parte de la anatomía de su amada albergaba el fruto de su amor. Abrazados contemplaban al personaje.

 

   ¡Que mayor estaba!

 

   Su estado de buena esperanza, con una sensibilidad superior a la normal, no le dio pie a retener sus lagrimales y unas gotas portadoras de una ternura sin fin hacia aquel personaje se dejaron caer para transmitir todo lo suponía para ella. Pensó que ahora podría vivir aquel anciano, con el ser que portaba en su vientre, la parte que no pudo compartir con ella, su infancia, su niñez hasta la adolescencia donde se tropezó con aquel ángel. No lo habían hablado pero estaba convencida, y así era, que Julián andaba más inquieto e ilusionado incluso más que ellos mismos. Dos vivencias al tiempo la de sentirse el padre de aquella mujer y experimentar esas increíbles sensaciones y sentimientos de ser abuelo. Siempre había escuchado y leído que era una sensación, unos sentimientos, para ser más exactos, indescriptibles. Que era necesario pasar por ello para valorarlos y darse cuenta de su verdadera dimensión.

  Despegó sus parpados cuando ambos le observaban para sonreír. Que pocas palabras se precisaban en aquella familia para que las preguntas y las respuestas entre sus componentes fueran inmediatas. Navegaban por la sala las ondas cerebrales para transmitirle todo el cariño y amor que aquella pareja le profesaba. Ellos percibieron las mismas ondas transmitidas por el personaje al que veneraban.

 

    Mañana viernes, volaré hacia Ámsterdam, donde he alquilado un vehículo con chofer para ir a casa.

 

   La pregunta no se hizo esperar por parte de Andrea, él sonrió ante la sorpresa de “su hija”. Para aclarar de inmediato el porqué de aquel viaje. Ese sábado era el aniversario de la partida de su amor eterno al Paraíso donde le aguardaba impaciente desde hacía décadas. El matrimonio sonrió y después de tiras y aflojas Julián les convenció que deseaba ir solo. La conversación se desató entre la pareja y el anciano. Andrea era consciente que no lo iba a convencer y por fin cedió. Se valía por sí solo y tampoco era cuestión de agobiarlo. Iba a estar padeciendo hasta que regresara, eso era inevitable, pero se debía ir acostumbrando a esas sensaciones porque en fechas no muy lejanas le tocaría vivirlas con su bebe al llegar a la adolescencia. Le propusieron mil y una soluciones pero estaba claro que viajaría solo.

    Esa mañana del viernes el coche salía del palacete con la pareja y el anciano camino de Irún, en concreto en dirección al aeropuerto de Donostia.

    Una vez que entró por la puerta de embarque saludó con el clásico gesto de la mano para perderse a continuación por los pasillos hasta alcanzar la puerta correspondiente a su vuelo.

   En la sala de espera ante su puerta los recuerdos fueron invadiendo su mente. El primer pensamiento viajó unas cuantas décadas atrás en concreto cuando aguardaban el mismo vuelo para regresar a casa. Ella estaba con las últimas fuerzas, casi no podía caminar pero recordaba su rostro del que emanaba una felicidad indescriptible. No pudo retener sus lagrimales, su amor, su recuerdo, se hacía patente con una realidad tal que sentía su presencia, sus oídos percibían la armonía de su voz, débil, muy débil con sus últimas fuerzas, su vista se recreaba en sus facciones pronunciadas por los huesos, sin carne ni musculatura, pero con esa belleza interior que su espíritu exteriorizaba para hacerle sentir en los cielos. Esas manos huesudas dejándose caer sobre su palma.

 

¡Dios!,

 

   Su primer encuentro en la valla que separaba la playa del paseo en Gandía. En su regreso a casa aquella mano había cambiado notablemente de volumen, pero los sentimientos que transmitió en aquellos instantes eran muy superiores, si es que se podía medir la diferencia en el infinito. Una joven con una ternura especial se aproximó a su asiento y le preguntó

 

     ¿Se encuentra bien?

 

   Alzó su mirada, enjugó sus lagrimales que le impedían ver con nitidez la figura de aquella dulzura y sonriéndole le confesó que eran recuerdos de anciano, recuerdos demasiado dulces para no derramar toda la dicha que embargaba su ser. Las lágrimas eran el escape a tanta felicidad que de retenerlas habría estallado. Cambió su expresión preocupada por una sonrisa, se sentó junto a él ofreciéndose para lo que deseara, e incluso se iría si prefería estar solo con una condición que le contara esos recuerdos. Sonrió, a cualquier otra persona le habría invitado a que se entretuviese con otra cosa, pero aquella joven le llegó y sin más comenzó a relatarle la historia que había provocado renacer todas esas sensaciones, todos esos sentimientos. Conforme avanzaba la narración fueron esos encantadores ojos verdes los que se nublaron a consecuencia de ese líquido salado que expresan tantas sensaciones, tantos sentimientos que podríamos escribir un tratado sobre ello. Era una historia tan enternecedora, tan llena de amor, tan dura, tan maravillosa, tan desgraciada, tan feliz que fue incapaz de retener sus lagrimales.

 

    ¿Se encuentra bien señorita?       

 

   La pregunta lanzada con toda la intención de lograr que regresara a la realidad, le hizo sonreír, tomó la suave prenda, perfectamente limpia y planchada que le ofrecía aquel elegante caballero para recoger sus lagrimas y recuperar la visión de esos maravillosos ojos verdes. Enjugadas esas lágrimas comenzaron a reír, en una acción espontanea, se abrazó como nieta lo hace con su abuelo. Al finalizar el gesto volvieron a mostrar con la sonrisa lo maravilloso de la situación. Como llamaban al embarque se levantaron y juntos entraron en el avión que les conduciría a su destino.

  Compartieron ubicación en el aparato, uno junto a otro y pasaron, las dos horas de vuelo, conversando y contando un poco como les había tratado la vida.

  Recogidos los equipajes, se iban a despedir tras intercambiar sus correos electrónicos. Cuando le preguntó si le iban a buscar, ante la negativa y la intención de coger el tren, Julián se ofreció a acompañarle hasta su destino. No quería molestarle pero para él era un placer poder llevarle hasta casa. En la puerta de salida el chofer con el cartel aguardaba a su cliente. Tomó los equipajes de los pasajeros y junto a ellos se dirigieron hacia el vehículo.

   Llevaron a la joven en primer lugar a un barrio de Ámsterdam, lugar de residencia de la joven y tras los correspondientes saludos de despedida el chofer tomó rumbo a Wissant, la pequeña localidad francesa, junto a los acantilados del mar del norte.

   En la puerta de su hogar, dio una gratificación al chofer y quedó con él para el domingo tras el desayuno para retornarlo al aeropuerto, tomar el vuelo y regresar al palacete. 

    Permanecía en la entrada, la puerta estaba abierta pues la abrió para que el chofer entrara el equipaje, pero él no se había atrevido a pasar el umbral. Permaneció por espacio de veinte minutos, temeroso, emocionado, encogido, indeciso pero su espíritu se había elevado hasta el último cielo. Su nido de amor, cuantas cosas compartidas en aquellas paredes, cuanta dicha sin fin, cuanta ausencia de egoísmo conservaban aquellos espacios, cuanta comprensión. Fue cruzar la entrada y notar como su cuerpo se elevaba, se desplazaba sin mantener contacto con el suelo. Su alma se adelantó para captar y filtrar todos esos sentimientos para llevarlos al cuerpo con moderación de lo contrario solo Dios sabe lo que habría pasado. Percibió su esencia, su aroma, su dulzura, su grandeza. Percibió tantísimas sensaciones y sentimientos que si no hubiera sido por su alma, aquel cuerpo no habría sido capaz de resistir tanta felicidad. Entró en el salón y su sentido del oído percibía las voces de los padres de Anki, su sensual voz discutiendo con una ternura sin fin y suplicando hasta el infinito a sus padres para conseguir perderse con Julián, en el acantilado, o en el palacete de Donostia. No se percató pero sus lagrimales habían comenzado a desprender, desde el mismo momento que se quedó frente a la puerta, unas lágrimas. Sin duda eran conscientes que se debía a tanta dicha, a tantas sensaciones, a tantas vivencias.

   Al iniciar el ataque a la escalera que conducía a su nido de amor, las piernas le comenzaron a temblar, la edad, su enfermedad y toda esa carga de sensaciones no le permitían conservar las suficientes fuerzas para mantenerse en pie. Dejó, amarrado como dicen en la tierra de Andrea a la barandilla de las escaleras, caer sus piernas hasta lograr sentarse sobre los primeros peldaños. De nuevo la suavidad de su piel, la armonía de su voz, el dulzor de sus labios o sus ojos devorando su cuerpo. Permaneció en los escalones unos minutos, tras liberarse de la carga emocional consiguió recuperar la posición bípeda y proseguir la ascensión a la cima de su hogar.   

   Al penetrar en la habitación un fundido dejó sin luz su sentido de la vista para percibir mil colores, mil movimientos.

   El caso es que la tenue luz matutina del sol le despertó. Sobre el lecho, sin ropas, completamente desnudo y abrazado a la almohada. La calefacción a tope. Las sensaciones que percibía eran las mismas que experimentaba cuando el amor los embriagaba por la noche y en las mañanas no sabían muy bien si seguían en la tierra o habían aterrizado en el cielo. Abrazados sobre la cama con el traje de Adán y Eva, saboreando todo lo compartido. Se metió directo a la ducha y el hidromasaje se encargó de regresarlo a la realidad, al presente. Bajó las escaleras, salió de casa y fue directo a la cafetería donde compartía con ella momentos de soledad o de compañía con sus amigas. No reconoció a nadie, desayunó y andando se aproximó al acantilado con ganas de reencontrarse con ella. Seguro que bajaría del Paraíso para acompañarle durante esa jornada para compartir, para sentirse.

  No faltaban ni cincuenta metros para alcanzar el objetivo de su viaje, cuando sus piernas le volvieron a abandonar. Una roca cercana le permitió el apoyo que precisaba para tomar aliento, fuerzas y proseguir con su objetivo. A menos de dos metros del acantilado. Allí donde lanzó sus cenizas al viento para que las transportara por todo el acantilado, permaneció impasible. Percibiendo esa refrescante brisa. Esa humedad del canal, todas esas sensaciones que enamoraron a Anki. Una racha fuerte de viento le obligo a desplazarse hacia atrás para no perder la verticalidad. Ese mismo viento lo envolvió, desapareciendo toda sensación captada por los sentidos. El viento le abrazaba y poco a poco iba tomando la forma de un ser humano, percibió su aroma y pegó más aun su cuerpo a la figura que se formaba abarcándola con sus brazos. Hasta encontrarse flotando en algún espacio, de algún lugar, pero era ella. Era Anki abrazándose a su amado, reencontrándose tras la friolera de más de seis décadas. Saboreó el premio Nobel que le depositó, se embriagó con su mirada acompañada por esa sonrisa picarona y dulce. La sinfonía de su voz adormiló su estado hasta tal punto que solo deseaba sentir, captar lo máximo posible a través de sus sentidos todo lo transmitido en esos momentos. Deseando que ese sueño no finalizase nunca. Pero alguien entró en aquella nube al depositar su mano en su hombro y todo aquel sueño se desvaneció. Se encontraba sentado en una roca del acantilado y al girar su cabeza para averiguar quién había depositado su mano en el hombro no reconoció a la persona que le separó de su amor.

 

    ¿Julián?  

 

   Su nombre en tono de pregunta le descolocó más si cabe. Pero pronto las dudas, los interrogantes y las mil preguntas que se desatarían fueron aclarando la situación. Se trataba de una mujer de edad avanzada,  sobre los ochenta y pico, no era otra que la amiga intima de Anki, ella también se acercaba al acantilado con frecuencia para recordar a su amiga, pero a pesar de frecuentar Julián el lugar nunca habían coincidido.

   Le invitó a compartir la comida con su familia, había enviudado, sus tres hijos acudían también a comer ese día con sus respectivos hijos. Tenía cuatro nietos. A Julián no le apetecía ese plan pero vio tan emocionada a la amiga de su amor, tan deseosa de complacerle después de tantos años que fue incapaz de rechazar la invitación.

 

 

 

 


 

 

 



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