jueves, 8 de diciembre de 2011

EL PRIMER AMOR - PROLOGO Y CAPÍTULO I- EL CUARTO

                  EL      PRIMER      AMOR                 

- PRÓLOGO -


A mi dueña... A mi Dios...
A mi mujer:


Sabes  cuando me di cuenta que te amaba.

Fue esa mañana al despertar a mi lado,

sin maquillar, despeinada y ojerosa.

Me miraste. Sonreíste. Y esa mirada,

y esa sonrisa erizó el vello de mi cuerpo

y me ahogaba en deseos de poseerte. 
Paco
                             PRIMERA     PARTE

                          LOS  PRIMEROS  AÑOS

   - CAPITULO I -

                               - EL CUARTO -

   En la alquería los calderos de agua caliente circulaban de la cocina al dormitorio. El bullicio, las prisas, la tensión, se palpaba en el ambiente. Las mujeres se desplazaban de un lugar a otro desviviéndose por atender a la parturienta. Fuera, en el porche, el silencio se controlaba gracias a los cigarros consumidos, uno tras otro, por los hombres.
   Las noticias filtradas del interior eran preocupantes. No era primeriza. Llegaba el cuarto. Pero las complicaciones se sucedían haciéndose imprescindible tomar una determinación. Pues, si bien, hacía más de treinta minutos que fueron a buscar al doctor, el niño no podía esperar.  
   Por fin el lloro desgarrador del recién nacido calmó en parte los  ánimos. Pero fue un espejismo. La incertidumbre regresó, ante la imposibilidad de controlar la perdida de sangre. Ahora la presencia del doctor, si se quería salvar a la madre, era imprescindible.
   Los críos, ajenos a los acontecimientos, jugaban entorno al pajar con despreocupación y gran alboroto, siendo recriminados por los  mayores. Hasta que un sonoro bofetón se estrelló en la cara del mayor. Rodó por el suelo, técnica adquirida a lo largo de su corta vida para evitar que otra muestra de cariño terminara en la otra mejilla, para terminar con sus huesos en el pajar. El pequeño no estaba muy convencido del los sermones del domingo en misa. “Pon la otra mejilla”. La primitiva medicina fue fulminante. No se les volvió a oír en el resto de la tarde.
   Consumidos unos eternos quince minutos llegó el médico, en el carro del "Pimentón", quien se apresuró a buscarlo.  Entró en la alcoba de la parturienta y tras dos interminables horas, manteniendo en vilo a los presentes, abandonó la casa tranquilizando a los huertanos.
   - He conseguido controlar la situación. Que guarde unos días de  absoluto reposo. Vendré mañana a ver como evoluciona la paciente, pero si se presenta cualquier contratiempo avisarme sin premura de tiempo.
   El Coeter había tenido su cuarto hijo. Los hombres le felicitaban.
   - Unos brazos más para ayudar en el campo.
   Se pudo escuchar en varios de los presentes, mientras se consumían los caliqueños y el porrón circulaba sin descanso.
   Entró en la habitación, cogió a su vástago en brazos, y lo mostró a los presentes. Luego lo devolvió a la madre y abandonó la alcoba mientras se dirigía a su mujer.
   - Marta. Recupérate pronto, la recogida de la naranja esta a la vuelta de la esquina. 
   Desde la cama, exhausta por el complicado parto y la pérdida de  sangre, aún tuvo agallas para sonreír y contestar a su marido.
   - Si es necesario me levanto ahora mismo.
   Al escuchar a la bestia del esposo, los más sonoros tacos del momento, se pudieron escuchar de labios de las vecinas que asistieron a Marta. Empleando vocablos propios de aquel ser primitivo quien se vio obligado a salir por piernas.
   Bastó una sola voz del padre, para que los pequeños, dos chicos y una chica, se personaran, de inmediato, ante él. Las advertencias de rigor y los niños entraron en la habitación de matrimonio para conocer a su hermano. La niña, no contaba aún con los dos años, se aproximó a su madre le besó y  fue a conocer al pequeño, que acaparaban, en esos momentos, sus hermanos. El mayor, con las manos sucias de jugar en la era, trató de tocar al pequeño. Al  escuchar su nombre se quedó inmóvil, como una piedra. Esperaba el bofetón. Cerró los ojos: Las piernas comenzaron a temblarle. Pero éste no llegó. Por fin, se decidió a abrirlos lentamente con el temor de encontrarse con él de un momento a otro. Pero al observar a su  padre junto a la puerta se calmó y con las manos a la espalda pudo  seguir contemplando al bebe.
   Tendió, no sin esfuerzo, su mano para acariciar a sus hijos. Su pequeña al sentir el contacto se olvidó del bebe. Para abrazarse a su madre mientras los labios se posaban en su mejilla. Estaba muy cansada, fue un parto muy difícil, con mucho sufrimiento. Pero ahora contemplaba con satisfacción a Alejandro, el mayor, de cuatro años, Jaime, el segundo de tres y su, hasta ahora, pequeña Rita, una criaturita cercana a los dos.
   El nuevo día amaneció resplandeciente, aunque con bastante  fresco,   propio   de   la   época   del   año en la que se encontraban. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, a petición de su esposo, se levantó para atender a los animales y ordeñar las vacas.
   Cuando don Fulgencio, el doctor, entró en la alquería, por su boca sonaron las más insospechadas palabrotas. Mandó a Marta a la  cama y no le atizó con la vara de su caballo de puro milagro. Pero cuando se enteró que el responsable, de encontrar a su paciente atendiendo a los animales, era el Coeter. El pequeño pudo aprender los últimos tacos del momento. 
   - ¡Cuando entre ese animal de marido, que tienes, le voy a romper la vara en la espalda! ¡El muy bestia! ¡Si su mulo, que tira del arado, tiene más sentido común que él!
   La mujer, asustada, se desnudó, se puso el camisón y se metió de  inmediato en la cama. Llamó a su hijo para hacerse cargo de la faena iniciada con los animales, pues si llegaba a  casa su padre los gritos se oirá en Nazaret.
  Mientras don Fulgencio reconocía a la buena mujer, el mayor de la casa, cuatro años, se metía entre las patas de los animales y les  obligaba a retirarse para limpiar la cuadra. A pocos metros sus hermanos, en casa de la vecina, jugaban en la era con sus vecinos. Concluido el examen, Don Fulgencio, le juró que si al día siguiente le volvía a ver levantada no pisaría más esa casa.
   - Y ahora.
   Añadió.
   - En cuanto vea a la bestia de tu marido le diré lo que vale un peine.
   Al salir al patio, que separaba la casa de las cuadras, sonrío. Era  chocante ver aquel microbio de crío pelear con las vacas, los terneros, el caballo y el toro. "Como no van a estar, a verlas caer, estos críos, si no han dejado de mamar y ya están trabajando como  bestias". Se despidió del muchacho dándole un caramelo. Con las  manos llenas de porquería, de los animales, lo desenvolvió y con los dedos se lo llevó a la boca. "Seguro que éstos el tétanos no lo  cogen" Comentó para sí, mientras abandonaba la alquería.
   Al ver al Coeter, trabajando un campo cercano a la casa, se  aproximó y le dijo todo lo inimaginable. Aquél bestia, pero humilde hombre, aguantó el chaparrón como pudo y juró por sus  hijos cumplir con lo exigido. El doctor abandonó el campo para regresar a su trabajo y el Coeter mientras lo veía partir en el caballo se maldecía por la mala suerte con ese último parto. "Con los otros tres los parió y aun tenía el cordón colgando, cuando ya se levantaba a trabajar". "En fin, tendremos que obedecer, éste es capaz de coger la escopeta como ha dicho y pegarme dos tiros". Miró hacia la alquería y al ver a su mayor con la carretilla repleta de estiércol, que más bien le llevaba la carretilla a él, que él a la carretilla, para volcarla en la montaña que hacían a diario para abono se sintió orgulloso. "Menos mal que ya tengo un hombre en casa".
   Los días que Marta tuvo que guardar cama Alex se encargó de los animales y, por cierto, el chaval se desenvolvía con bastante arte y maña. Sus hermanos siguieron durante el día en casa de la vecina jugando. El pequeño junto a su madre  mamaba y dormía sin dar mayor faena. Se sentía orgullosa de su bebe. Gracias a Dios, había salido un chiquillo maravilloso, comía y dormía todo el día. Incluso cuando se manchaba, entre comidas, seguía tranquilo en su cuna esperando la siguiente toma. Daba la sensación de ser consciente del precario estado de su madre.
   Marta se encontraba bastante bien, y aunque debía guardar  cama varias horas al día, se levantaba y hacía las comidas.
   Una mañana mientras preparaba el almuerzo, para la familia, las  blasfemias y gritos de su esposo le sorprendieron. Salió al corral y  pudo observar, ante su impotencia, como su pequeño Alex recibía  una soberbia paliza, por haber derramado un pozal repleto de leche. Cuando padre descargó su agresividad en el pequeño. Éste lleno de mocos y sangre se acercó a la pila, sin una sola lágrima en los ojos, para lavarse. Su madre se aproximó. Lo acogió en su regazo acariciarle a continuación.. 
   - Mímalo, mujer, y hazlo un inútil, que el chaval no lo es ya suficiente. En esta casa todo le toca hacerlo a uno.
   Marta besó al pequeño y le rogó que ayudara a su padre. Era un buen hombre pero solo vivía por y para el trabajo. "Y hay otras  cosas". Pensaba cuando lo vio salir de casa en compañía de su hijo.
   José comenzó a caminar cuando su madre estaba a punto de lanzar al mundo el quinto hijo. Su mayor distracción era ir tras los gatos y cuando los cogía les hacía las mil perrerías. Sentía curiosidad, por el movimiento del rabo. Por encontrar las uñas que veía  cuando agarraban una rata o un pájaro. Siempre que algún papel con letras caía en sus manos lo contemplaba durante varios minutos y cuando pasaba a jugar con sus vecinos y pillaba un tebeo se quedaba abobado durante horas mirando aquellos dibujos e imaginándose el relatado de esas viñetas. Otras veces el mayor de los vecinos, que iba a la escuela, les leía una historia de un gran libro y esa noche le costaba conciliar el sueño. Él quería leer. Estaba maravillado con la cartilla de su vecino y con el libro de lecturas, donde se relataban historias verdaderamente fabulosas. Comenzó a hablar muy pronto y con gran claridad. Había tebeos, del vecino, que recitaba de memoria y los seguía en voz alta dando la sensación de estar leyendo. Éste, al percatarse, quiso gastar una broma. Una tarde, encontrándose el Coeter y su esposa sentados en el porche de la alquería, se presentó con el tebeo en la mano y les confesó que el pequeño sabía leer. Le dio aquel tebeo y comenzó a recitarlo de memoria como si lo leyera. Marta no salía de su asombro y se emocionó profundamente. Su esposo en tono de desprecio comentó.
   - Mas vale que le enseñes a coger la azada y el arado que falta hace en casa y no esas tonterías que solo sirven para crear vagos.
   Siempre que iba a jugar a casa de su vecino se ponía junto al mayor y observaba como hacía los deberes. En muchas ocasiones le prestaba un lápiz, una hoja y trataba de imitarle. Era verdadera pasión la que sentía por aprender.
   Cuando nació el quinto de los hermanos, otro chico, él ya distinguía las vocales y tres consonantes. Las podía leer y escribir formando palabras con esas ocho letras aprendidas. Paco, que así se llamaba su vecino, tenía siete años. Le hacía mucha gracia el pequeño y un día lo comentó con su maestra. Ésta le pidió que si podía lo llevara una mañana a la escuela. Ni corto ni perezoso, esa noche habló con Marta. Con el padre cuando más lejos lo viera mejor. La idea le entusiasmó, pero le rogó que no se enterase su marido. Así pues, a la mañana siguiente, cuando Paco partía hacia la escuela pasó por casa y se llevó a José.
   Aquella maestra quedó tan impresionada por la capacidad de aquel pequeño que, esa misma tarde, se personaba después de las clases en la alquería del Coeter. Gracias a Dios él no se encontraba en casa, estaba en el campo, y conversó con Marta. Lo que aquella mujer culta y hermosa le contaba le llenaba de felicidad. Pero mostró su preocupación, pues estaba convencida que su marido se negaría. Le persuadió para que no hablase con él. Pero ella, segura de sí misma, le confesó que ninguno que llevara pantalones le había asustado y mucho menos a esas alturas. Decidida aguardó en el porche la llegada del señor.
   El cansancio iba reflejado en aquel hombre que llevaba más de catorce horas en el campo, saludo, aunque aquello preció más bien un bramido. Entró en el cuarto de baño y comenzó a llamar a su esposa.
   - ¡Marta! A que esperas para ducharme.
   La maestra quedó perpleja. Durante el tiempo que permaneció en la alquería, Marta no había parado. Su conversación se desarrolló de un lado para otro mientras no perdía ni un solo instante para atender a los animales, a los niños, a la cocina y ahora aquel salvaje que pretendía que lo relajasen en el baño. Los ojos se le encendieron. Era indudable que aquel hombre estaba cansado, pero no menos lo estaba aquella buena mujer, que por las trazas iba a por el sexto.
   Marta salió del cuarto de baño pues el pequeño estaba llorando. No hacía ni dos minutos desde su salida del aseo, cuanto su marido le llamaba a voz en grito.
   - ¡Marta trae agua caliente y ven a frotarme que me voy a congelar!
   La maestra aguantó al límite de sus posibilidades. Las entradas y salidas de aquella mujer de un lado para otro y la impertinencia de su marido le desesperaron. Fue a la cocina cogió un barreño de agua del pozo y ni corta ni perezosa entró en el cuarto de baño y se lo tiró por encima de aquel animal. Salió, dio dos besos a Marta, y se despidió. Camino de su casa la sangre le hervía. Como a una bestia de tal calaña se le podía considerar un ser humano. Marta, que observó perpleja el incidente, sonrió. "Si yo tuviera el valor de hacer algo así tal vez me iría mejor". Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por los nuevos bramidos de su esposo. "¿Quién era esa puta que había entrado en el cuarto de baño, cuando él se encontraba con las pelotas al aire?"
   - La mala puta, no me ha tirado un pozal de agua del pozo.
   Marta trató de explicar de quien se trataba y lo que deseaba, pero le fue imposible explicarse. Las blasfemias insultos y amenazas se lo impidieron.
   - ¡Que a esa puta no se le ocurra pisar mi casa porque cojo la azada y la entierro viva!   
   La posibilidad de ir a la escuela un hijo suyo se iba al traste. La maestra le confesó, durante su estancia, las grandes cualidades de su pequeño, a pesar de su corta edad. Allí casi ningún crío iba y solo en contadas excepciones lo hacía uno por familia. Ella deseaba tener uno como su vecina, que enviaba al mayor. De sus cinco hijos, tan solo, la tercera y el cuarto tenían ilusión e interés por aprender. De Rita, su única hija, mejor ni mencionarlo, una mujer se ha de preparar para atender a su marido y dejarse de libros e historias. Pero. ¿Por qué José no podía ir a la escuela? Por sus ojos se dejaron caer unas lágrimas. Le costaba recordar cuando fue la última vez que lloró. Ni en el parto de José que fue el peor de los cinco. Pero ahora sentía esfumarse uno de sus sueños. Si su marido se enteraba que algún hijo suyo estaba aprendiendo con aquella maestra los mataba a los dos. Enjugó sus lágrimas con el pañuelo y entró en el cuarto de baño para terminar de asear a su marido. Cuando ya estaba seco y se disponía, a ver, como andaba la cena, de nuevo la petición de su marido, para recórtale las uñas, le retuvo unos minutos más. La cena se cogió un poco, pero pudo salvarla. Dio de mamar al pequeño y mientras lo hacía iba poniendo la mesa. Su esposo, en el porche de casa, se reunía con los vecinos para beber un poco en la bota y comentar los problemas del campo. Mientras unos jugaban un Truc, otros se dedicaban a mover las fichas del dominó sobre la mesa. Marta caldeaba las camas con el brasero, pues la humedad en el interior de la casa era exagerada. El encontrarse el pozo dentro de la casa tenía sus ventajas pero también el grave inconveniente en el invierno. La maldita humedad. Acostaba al pequeño en su cuna, tras su ración de teta y el cambio de pañal. La mesa estaba servida llamó a la prole y todos sentados aguardaron a la conclusión de la partida para recibir al cabeza de familia en la mesa. 
   Al probar la comida las blasfemias volvieron a escupir por la boca de aquel hombre.
   - ¡Uno se mata a trabajar para cuatro garbanzos y viene ésta inútil y te los quema!  
   Propinó un puñetazo sobre la mesa, se levantó, entró en la despensa, cortó un trozo de queso, de chorizo y con media barra salió al porche con la bota para cenar el fiambre con pan. El resto permaneció inmóvil en su sitio. Cenaron lo cocinado por su madre y tras besarle se prepararon para descansar. Marta entró en las dos habitaciones ocupadas por sus hijos. Los arropó y tras desearles buenas noches salió a sentarse junto a su esposo.
   El silencio era hiriente. Marta estaba destrozada, no había parado desde las seis de la mañana, cuando inició la jornada junto a su esposo. Deseaba rogar a su marido para que el pequeño José fuera a la escuela. Pero era consciente, que tras lo sucedido esa tarde, no era el momento más propicio para proponérselo. Recogió la mesa donde jugaron su partida los hombres y entró las sillas. Fregó los cacharros de la cena y cuando estaba terminando, su marido entraba en casa.
   - ¿Supongo que esta noche me compensaras?
   Estaba destrozada. En esos momentos lo que menos le apetecía era sexo. Pero no pronunció palabra se ofreció a su marido y cuando éste se desahogó se levantó y con agua fría, pues no estaba para calentarla, se lavó. Entró en la habitación y cuando se dio la vuelta para dormir los lloros del pequeño le pusieron en pie. Lo sacó de la habitación, pues a la mañana siguiente su marido tenía que trabajar. Andrés, el quinto, desde su nacimiento no había dejado dormir dos horas seguidas a su madre.  Mientras entraba arrullando a su pequeño en el corral pensó. "Toda la tranquilidad que tuve con José, éste está vengándose". 

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